Tres pilares
Mientras la gente grita y se agita en plena confusión, cruza muy cerca un joven ciclista pedaleando tranquilamente ajeno a semejante carnicería
Acaba de estallar un coche bomba en un mercado popular. Decenas de cuerpos destrozados permanecen tirados por el suelo. En ese momento acaban de llegar las ambulancias y en medio de grandes alaridos de dolor las camillas se abren paso entre los cascotes que ha producido el derrumbe de una parte de la fachada. Actos de terrorismo como este pueden suceder en cualquier ciudad del planeta, pero en todos ellos se suele repetir siempre una misma escena. Mientras la gente grita y se agita en plena confusión, cruza muy cerca un joven ciclista pedaleando tranquilamente ajeno a semejante carnicería. Como si diera por supuesto que el mundo se está viniendo abajo y no le importara nada, el ciclista sigue su camino sin dignarse siquiera volver la cabeza. No hay que imaginar a dónde va y de dónde viene. Solo pasa. La indiferencia de este ciclista es la misma que adopta esa anciana con el abrigo raído que pasea a su caniche al atardecer por una calle desierta mientras suenan las sirenas que anuncian un inminente bombardeo. La gente ha buscado refugio en los sótanos o en el suburbano, tal vez está a punto de caer un misil muy cerca, pero esta anciana sigue su destino que no es otro que complacer a su mascota, el único amor que le queda en la vida. Otras veces la figura del ciclista y de la anciana se transforma en la imagen de una adolescente luminosa que en plena guerra cruza la calle de una ciudad calcinada con el estuche del violín en la espalda. Tal vez el ciclista regresaba de cumplir con su deber en el trabajo; la anciana solo deseaba que su caniche hiciera pis en un árbol de su gusto, la adolescente caminaba sobre los escombros de un bombardeo con la mente llena de corcheas, fusas y semifusas de la partitura que iba a ensayar con su maestro. Me pregunto si ese ciclista, esa anciana y esa adolescente no constituyen los últimos pilares de un mundo que se hunde.
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