Libro de aire
A nuestro tiempo ha llegado en forma escrita o grabada solo una ínfima parte de la sabiduría y de la belleza que el ser humano ha desarrollado a lo largo de la historia
En las letrinas de Éfeso, sentados en círculo, Pitágoras hablaba a sus discípulos de la armonía de los números. Las estrellas son una prolongación de la aritmética y de la geometría, les decía, pero gran parte de su sabiduría se la llevó el viento. Aquella delicada muchacha en flor de la isla de Lesbos que expresaba su deseo, recostada en el blando lecho, inspiró a Safo excelsos poemas que también se han perdido. Quién sabe cuántos signos misteriosos ejecutados en tablillas de barro por los sabios de Babilonia, cuántos jeroglíficos egipcios que contenían enseñanzas frente a la muerte se habrá tragado la tierra. Tal vez lo más profundo de la filosofía de los presocráticos y de los sofistas griegos fue escrito en papiros, en pergaminos o en cortezas de árbol que acabaron devorados por las cabras en los basureros. En las aceras de algunas esquinas de Bagdad, de Damasco, de Esmirna están disueltos todavía en el aire otros relatos contados de viva voz y que nadie recogió en el libro de Las mil y una noches. Son innumerables los descendientes de Ulises que han navegado rumbo a una Ítaca que no existía, los émulos de Simbad el Marino que han naufragado llevando su imaginación hasta el fondo del abismo. A nuestro tiempo ha llegado en forma escrita o grabada solo una ínfima parte de la sabiduría y de la belleza que el ser humano ha desarrollado a lo largo de la historia. Todo ese acervo de cultura, que se ha perdido, constituye un gran libro cuyas páginas las pasa la brisa o el viento. Su lectura solo está al alcance de algunos seres privilegiados. Como quien abre un códice de vitela, un incunable, una edición príncipe, cualquier volumen antiguo y aspira profundamente su sabor a melaza, así hay que aprender a aspirar con la nariz ese libro escrito en el aire. Tal vez ese es el don de los dioses que los artistas llaman inspiración.
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