Otra lectura de Francia
Hay todo un sector de la psique francesa que está harto de sentirse culpable: del pasado de la guerra, del colonialismo, de la dificultad que el país tiene a veces para estar a la altura de su credo maravilloso
La derrota de Marine Le Pen era predecible, pero me sorprendió de todas formas: porque por estos días cualquier noticia positiva nos llega con una cierta sensación de irrealidad, como si no se compadeciera con el momento, o como si en el fondo no la mereciéramos. En el caso de las elecciones francesas, muchos esperábamos los resultados con la impresión confusa de haber pasado ya por todo esto, pues hace cinco años las coordenadas generales eran similares: después de las catástrofes en serie del 2016 —el Brexit, la victoria de Trump, el estallido por los aires de la sociedad catalana y la derrota en un plebiscito de los Acuerdos de Paz de Colombia—, parecía que la estabilidad del mundo colgaba de un hilo, o su sanidad mental, y que ese hilo era el enfrentamiento entre Macron y Le Pen. Cuando perdió el Frente Nacional y volvimos a respirar, a muchos nos maravilló no habernos dado cuenta siquiera de estar conteniendo la respiración.
Después de aquellas elecciones, a todos —no sólo a nosotros, los francófilos más o menos irredentos— nos quedó un problema en forma de pregunta: ¿qué había ocurrido en Francia para que Marine Le Pen pasara a la segunda vuelta? O bien: ¿qué había ocurrido para que una ultraderecha racista, xenófoba, negacionista frente al cambio climático y heredera del antisemitismo chabacano de Jean-Marie Le Pen obtuviera el voto de más de diez millones de ciudadanos? Cuando viví en París, a finales de los noventa, me tocó asistir al escándalo descomunal que se armó cuando el patriarca Le Pen repitió unas opiniones que había dado diez años atrás: las cámaras de gas del exterminio nazi, dijo, eran apenas “un detalle” de la II Guerra Mundial. La reprobación de eso que llamamos opinión pública fue inmediata y sin ambages. Otro día habría que discutir sobre el asunto mismo de la opinión pública, que ahora, en tiempos de internet y de redes sociales, es una cosa muy distinta de lo que era hace un cuarto de siglo; para efectos de este artículo, sin embargo, hay que decir simplemente que así fue, que la opinión pública condenó las declaraciones de Le Pen, y además lo hizo con tanta firmeza que a su hija, empeñada en proteger su destino político, le tocó declararse en franco desacuerdo.
Pero la familia Le Pen comparte un extraño relato acerca de la guerra, o la ve a través de un prisma por lo menos complejo que es como una ventana hacia la psicología profunda de la ultraderecha. En 2010, Marine Le Pen se refirió en un discurso a los musulmanes que cierran temporalmente una calle de barrio para rezar, y los comparó con la ocupación nazi de Francia. En 2015, Jean-Marie Le Pen elogió abiertamente al mariscal Pétain, jefe del régimen colaboracionista de Vichy, y esta vez no bastó con que su hija lo desautorizara: el voto de su propio partido lo tuvo que apartar de la escena, único modo de limpiar la fachada que había quedado sucia con palabras que no se podían decir. Jean-Marie Le Pen, como Éric Zemmour ahora y como tantos ultraderechistas en tantas partes del mundo, encuentra en la provocación meditada una forma de comunicarse con su electorado; pero a su hija, embarcada como estaba en un cuidadoso proceso de desdiabolización del Frente Nacional, el oficio de romper tabúes había dejado de parecerle la estrategia política más conveniente. Así fue como el padre salió de la escena.
Pero en abril de 2017, en plena campaña presidencial, Marine Le Pen dio unas declaraciones sobre el Velódromo de Invierno que en su momento parecieron un incidente más, una polémica más, pero que ahora leo de otra manera. La rafle du Vel d’Hiv, como se conoce en Francia este momento de vergüenza, es la redada en 1942 —por parte de la policía francesa— de unos 13.000 judíos que fueron enviados a los campos de exterminio. Durante años, el país traumatizado de la posguerra, que no lograba dar con el relato que explicara lo sucedido durante la ocupación, negó la responsabilidad de la República, o más bien la restringió a los que intervinieron físicamente en la deportación. Esta versión de la historia llegó viva y coleando hasta Mitterrand; para que el relato cambiara hubo que esperar a Chirac, que en 1995 dijo que ese día “Francia cometió lo irreparable”. Después vinieron Sarkozy y Hollande, que sostuvieron el mismo acuerdo nacional sobre esas memorias incómodas, y así parecía que se quedaría el asunto. Hasta que Marine Le Pen dijo que no: que Francia no era responsable.
Recuerdo haber pensado que algo muy grande se había roto en Francia, o que algo se había tenido que transformar gravemente fuera de la vista de todos para que diez millones de franceses le dieran su voto a Le Pen después de que ella cruzara esa línea roja. El relato francés sobre el pasado del país —sobre todo el pasado posterior a 1939, que incluye Vichy y el colaboracionismo, la guerra de Indochina y la guerra de Argelia— está lleno de líneas rojas, de cosas que no deben decirse, de consensos que se van imponiendo en medio de durísimas negociaciones sociales y que otorgan cierto equilibrio a un país acostumbrado a tratarse a sí mismo con la máxima intransigencia. La irresponsabilidad de Le Pen en el caso de aquellos dolorosos episodios nacionales indignó a la prensa, por supuesto, pero al parecer la prensa ya estaba divorciada de la gente, o vivía en una realidad distinta. O no se había dado cuenta de algo que Le Pen estaba viendo con claridad.
Y es esto: que hay todo un sector de la psique francesa que está harto de sentirse culpable. De lo que sea: del pasado de la guerra, del colonialismo, de la dificultad que el país tiene a veces para estar a la altura de su credo maravilloso. Allí puede haber una explicación para el auge breve y efímero de Éric Zemmour, que se pasó meses acariciando el sentimiento nacionalista y envolviéndose en acogedoras banderas mientras encontraba culpables por todas partes —los inmigrantes, los musulmanes, los europeístas, las élites, la teoría de la conspiración del “gran reemplazo”— pero que causó un escándalo especial cuando sostuvo que Pétain, a fin de cuentas, había hecho lo que hizo para salvar a los judíos franceses. El colaboracionismo, en este relato, fue la manera heroica con la que Pétain protegió a los franceses del sufrimiento: el sufrimiento que los nazis habían causado a quienes se les habían resistido. Es la tesis del escudo y la espada, según la cual Pétain (el escudo) le habría dado tiempo a De Gaulle (la espada) de llevar la resistencia hasta el final. La tesis, por supuesto, tiene un solo objetivo: la des-culpabilización.
La ultraderecha está haciendo cosas similares en todas partes: si los populismos de izquierda prometen todo el tiempo un mejor futuro, los populismos de derecha han descubierto lo rentable que puede ser prometer un mejor pasado. Lo cual tiene la ventaja evidente de que no hay que hacer nada. Basta con hablar, contar una historia tranquilizadora y así alejar a los fantasmas que nos persiguen por las noches.
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