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columna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Cómo se hace eso?

Las cuestiones técnicas arruinan la experiencia estética. Díganmelo a mí

Charlton Heston y Orson Welles, en 'Sed de mal'.
Charlton Heston y Orson Welles, en 'Sed de mal'.
Javier Sampedro

No nací sabiendo lo que era un plano secuencia. Lo que sí hice fue ver Sed de mal en el cine del barrio y quedarme hipnotizado por el más célebre de sus ejemplos. Ahí había algo que no había visto nunca, algo que me dio una patada de dopamina en el cerebro sin que yo supiera por qué. En mi descargo debo decir que, aunque tardé un minuto, me di cuenta de que allí no había cortes de montaje. Orson Welles había rodado toda la secuencia (de hechos) en un solo plano, sin los habituales empalmes que conducen nuestra atención a través de la narración. De ahí plano secuencia, como supe nada más salir de la sala por boca de la peña de listos que me acompañaba al cine. Mi experiencia estética de la peli de Welles se vio, en cualquier caso, completamente arruinada por esas consideraciones semióticas. El cómo se hace esto se comió con patatas al resto de mi percepción. Quizá el último plano secuencia memorable sea el de Spectre, una de las cintas de 007 dirigidas por Sam Mendes. Para mi desesperación, esa técnica narrativa sigue llenándome de asombro, y sigo sin saber por qué.

Muchos años después pude ajustar cuentas con el montaje. Estaba viendo La soga, de Hitchcock, para escribir un artículo. Las enciclopedias de cine coincidían en que La soga se había rodado en varios carretes de 10 minutos, cada uno de ellos un plano secuencia, separados por unos evidentes acercamientos de la cámara a un objeto oscuro del que luego parte el siguiente carrete. De pronto me di cuenta de que había visto un empalme de montaje, el venerable y muy ortodoxo plano/contraplano en una conversación entre dos actores. No lo percibí en el momento en que ocurrió, sino tal vez medio minuto después, como si mi cerebro se hubiera quedado rumiando esa cosa que ni él ni yo estábamos buscando. Le di para atrás al VHS —sí, eran aquellos años— y efectivamente allí estaba el empalme. Repasé toda la cinta y encontré un salto de montaje justo en medio de cada dos fundidos en negro. Eso fue una epifanía en el sentido de Joyce. Pero si al acabar me hubieras preguntado de qué iba la película, te habría tenido que responder que ni idea, básicamente.

Ahora leamos esto: “Gemma entró en el salón y acarició la mesa con la mano enguantada. ¿No era esa la quemadura que había hecho de adolescente al fumar un cigarrillo prohibido? Sí, un Kaiser light robado del bolso de mamá”. Esta técnica narrativa se llama estilo libre indirecto y, por más que hoy nos parezca un texto de toda la vida, fue directamente un invento de Jane Austen, basado en la forma en que se hablaba en su casa. Antes de Austen no existía. El estilo libre indirecto te mete dentro de la cabeza de un personaje sin hacer contorsiones con la gramática. Que Gemma entró en el salón nos lo cuenta el narrador clásico. Pero quien se pregunta por la quemadura de la mesa es la propia Gemma, no el narrador. Otra vez la maldición del cómo se hace esto. Un bochorno.

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