La seguridad es ahora la prioridad. Y sólo el Estado puede ofrecerla
El actual giro en las políticas públicas y la aceptación del gasto público y de un mayor intervencionismo estatal deberían convertirse en una cuestión de sentido común y de política bipartidista
La invasión rusa de Ucrania y la amenaza que supone para Europa está marcando el final de una de las fantasías más poderosas y duraderas de la historia reciente: la idea de que estábamos destinados a vivir en un orden global estable en el que el mercado se encargaría de la mayoría de nuestros problemas. Las traumáticas turbulencias de principios de la década de 2020 nos enfrentan a problemas que, evidentemente, el mercado no puede resolver y que requieren una fuerte intervención estatal. Desde la cuestión de la defensa europea frente a la amenaza que supone Putin hasta la urgencia de librar al continente de la dependencia del gas y el petróleo rusos, el intervencionismo estatal abandonado en Occidente en el transcurso de la era neoliberal está regresando con fuerza. Estamos entrando en una era en la que el neoliberalismo de libre mercado está siendo sustituido por el neoestatismo, una aceptación generalizada de la fuerte intervención estatal en todos los niveles de nuestra sociedad y de la economía como medio de garantizar la protección y la seguridad frente a los peligros.
Este cambio en las percepciones públicas y en las actitudes políticas es muy anterior a esta crisis internacional. Ya había sido alimentado por la evidencia del fracaso de las políticas de austeridad durante la década de 2010. La reducción del gasto público sólo ha provocado el estancamiento económico y el empobrecimiento de las clases medias y trabajadoras, alimentando el apoyo a los movimientos populistas de derechas, muchos de ellos aliados y financiados por Vladímir Putin. Algunos liberales han acabado reconociendo que la adhesión dogmática al conservadurismo fiscal ha puesto en peligro nuestra democracia. El programa económico de Biden estaba diseñado en gran medida para apaciguar el descontento económico que ha permitido a Trump ganarse a amplios sectores de la clase trabajadora. Pero está estancado en el Congreso debido a la resistencia de figuras como Joe Manchin y Kyrsten Sinema y los lobbies que representan.
La pandemia de la covid no ha hecho más que reforzar este cambio de actitud del público. En una famosa carta al Financial Times en marzo de 2020, el ex presidente del BCE y actual primer ministro italiano, Mario Draghi, ya argumentó que la pandemia enfrentaba a los Estados a una situación similar a la de una economía de guerra en la que debían levantarse las restricciones presupuestarias adoptadas a lo largo de la década de 2010. La emergencia del cambio climático y el objetivo de la transición verde han llevado a los gobiernos a realizar inversiones públicas masivas en energías renovables, eficiencia energética e infraestructuras de transporte. Con la guerra que hace estragos en las fronteras de Europa, este abandono del conservadurismo fiscal se acentuará aún más.
En Alemania, el ministro de Finanzas, Christian Lindner, del FPD, un acérrimo halcón fiscal, anunció un gasto extraordinario en defensa por valor de 100.000 millones de euros. Se desmarcó del líder de la CDU, Friedrich Merz, quien advirtió de que el gasto militar aumentaría la deuda pública, argumentando que la situación de seguridad significa que las cosas no son como antes y que exige una “inversión en nuestra libertad”. Muchos países europeos ya están haciendo promesas de gasto similares, mientras que el debate sobre la política de defensa común en el seno de la Unión Europea está experimentando una aceleración en medio de la conciencia de que el continente no puede seguir confiando únicamente en la protección de Estados Unidos. Así, la recuperación de las políticas de inversión keynesianas, ya implícitas en el plan de recuperación de la UE, sólo puede acelerarse.
Pero el intervencionismo estatal se reclama ahora a muchos niveles. Una de las razones de la vulnerabilidad europea tiene que ver con su enorme dependencia energética de Rusia, que le proporciona el 40% del gas natural y el 25% del crudo, de lo que se culpa en parte a la política energética de Angela Merkel. A pesar de las sanciones económicas, los países europeos siguen financiando al Gobierno de Vladímir Putin con cientos de millones de euros al día para las importaciones de energía. Los responsables políticos continentales se verán obligados a redoblar sus compromisos con la transición energética.
El plan REPowerEU, lanzado el 8 de marzo, pretende reducir la dependencia europea del gas ruso en dos tercios para finales de 2022 y abandonarla por completo mucho antes de 2030. Será una tarea ingente, que requerirá enormes inversiones en energías renovables, como la eólica y la fotovoltaica, y en eficiencia energética. Además, hay planes para nuevas terminales de gas natural licuado que recibirán los 15.000 millones de metros cúbicos de gas que EE UU ha prometido desechar del continente de la energía rusa. Todavía no está claro cómo se pagarán estas enormes inversiones. Pero si los Estados de la UE se toman en serio estos planes, tendrán que tirar a la basura los últimos vestigios del pensamiento de austeridad.
En términos más generales, en esta crisis ha quedado claro que algunos de los principios de la globalización —mercados abiertos, libre circulación de capitales, paraísos fiscales no regulados y cadenas de suministro alargadas— se han vuelto insostenibles. En cuanto al comercio mundial, es probable que nos dirijamos a un sistema económico mundial balcanizado, en el que las distintas potencias tratarán de defender más celosamente su esfera de influencia y sus mercados cautivos. Si la desvinculación y la deslocalización fueron ridiculizadas por algunos como retornos anacrónicos a la autarquía, un futuro de renacionalización y regionalización de la industria y el comercio es ahora una realidad reconocida también por las empresas de Wall Street.
En el frente financiero, como ha argumentado el economista Branko Milanovic, “la globalización va ahora a la inversa”, ya que se congelan los activos y se expropian las propiedades de los oligarcas rusos. Incluso Suiza, el más notorio de los paraísos fiscales continentales, ha abandonado en parte su espléndido aislamiento, congelando algunos de los activos de multimillonarios y bancos rusos. También dentro de Rusia la crisis ha revelado cuál es la jerarquía real entre la economía y la política. Los oligarcas pueden estar furiosos al ver confiscados sus superyates, pero su enorme riqueza en el extranjero ha sido rápidamente sacrificada en nombre de la razón de Estado.
Por supuesto, las emergencias actuales no pueden ser resueltas por los Estados nacionales individualmente. Requieren que la Unión Europea dé un paso adelante y se convierta en algo más parecido a un Estado federal intervencionista, en lugar de ser un simple inspector y regulador fiscal. El riesgo real es que, debido a los compromisos persistentes con la ortodoxia fiscal, el aumento del gasto en defensa vaya acompañado de intentos de limitar o incluso recortar el gasto social. Esto sería una opción muy miope, dada la evidencia de cómo la contracción fiscal de 2010 y el dolor social resultante han creado vías para la derecha populista, al tiempo que dañan la cohesión social, que es muy importante para hacer frente a una situación de emergencia como la que estamos atravesando.
En última instancia, el actual giro en las políticas públicas y la aceptación del gasto público y de un mayor intervencionismo del Estado deberían convertirse en una cuestión de sentido común y de política bipartidista. Los liberales clásicos, como Adam Smith, sabían que “la defensa es mucho más importante que la opulencia” y que el mercado tampoco puede ser eficaz si no se garantiza la seguridad de todo tipo: social, política y ahora también medioambiental. Los neoliberales acabaron precipitadamente con esta sabiduría de sus predecesores, pero con la consecuencia de hacer que las sociedades occidentales sean frágiles y su democracia vulnerable al extremismo y a la injerencia extranjera. Es hora de hacer balance de las duras lecciones que la historia nos ofrece en los maltrechos barrios de Kiev y Járkov y en los gasoductos a través de los cuales Putin se alimenta de nuestra dependencia energética.
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