Sabor a regaliz
A uno hoy le dan ganas de irse al cine y evadirse de tanta suciedad
Resulta un poco innecesario añadir alguna observación a la guerra entre los líderes del PP. La audacia de ambos ha consistido en teatralizar unos breves arrebatos de dignidad para encubrir la esencia del asunto: la corrupción de una, la debilidad del otro. El demonio de la carencia de escrúpulos está instalado en el PP madrileño desde hace casi dos décadas y de tanto en tanto estalla en detenciones, saqueos, chantajes, traiciones, pero a la postre siempre cuenta con el apoyo de una gran mayoría de los votantes de la capital, que conceden un margen inagotable de impunidad a su dirigencia. Habrá paz en favor del negocio. Por eso a uno hoy le dan ganas de irse al cine y evadirse de tanta suciedad. Los españoles estamos de enhorabuena porque tenemos a cuatro representantes nacionales situados en la final de los Oscar, un logro al alcance de muy pocas cinematografías. Además, este año, entre las que compiten por el gran premio se encuentra una película que me provoca enorme entusiasmo, entre otras cosas porque frente a un cine entregado al artefacto tanto emocional como pirotécnico, apuesta por la vitalidad, la ligereza y el humanismo. Se trata de Licorice Pizza, la película de Paul Thomas Anderson que toma el título de una tienda de vinilos cercana a su valle de San Fernando natal, suburbio al que retrata como ese paraíso de la clase media, de relajos californianos y confusión espiritual.
Para empezar, los dos protagonistas son estupendos. Pocas veces ha irrumpido una pareja de intérpretes con tanta frescura y personalidad. Son atractivos sin plastificar, transmiten una autenticidad que cada día es más difícil de encontrar en el cine si es espejo del escaparate falsario de las redes sociales. Alana es la cantante del grupo de hermanas Haim y Cooper es hijo del actor Philip Seymour Hoffman, pero en la película son Alana y Gary, una improbable pareja que se busca y no se encuentra, se roza y se frecuenta, se alían y se distancian, bajo la mirada sonriente del espectador. Rodada en soporte fotográfico, la historia habla sobre diversos elementos de la vida en la Norteamérica del pasado reciente. La inestabilidad del mundo del espectáculo, la intuición comercial de los emprendedores, la falsedad de las imágenes públicas frente al espacio íntimo, la antigua libertad que concedía la calle hoy perdida.
Pero el alma de la película, más allá de estar relativamente basada en las aventuras juveniles del productor Gary Goetzman, hay que situarla en una escena mítica del cine. La carrera final de Shirley McLaine en la conclusión de El Apartamento de Billy Wilder. Allí, la joven ascensorista huye por fin de la mentira, la traición, la corrupción, para buscar la compañía del personaje que interpreta Jack Lemmon. A su lado puede reencontrarse con la ternura, la pureza perdida, la ingenuidad y, ¿por qué no?, el amor. Es un final que consiste en un largo travelling lateral y de ese hilo invisible hilvana Paul Thomas Anderson el discurso de su película. La recreación no se limita a los espacios arquitectónicos y comerciales de una época, sino que evoca los sabores de la adolescencia cuando aún no has caído presa de la degradación, la mentira y el ventajismo. Ah, vaya, sin querer hemos acabado hablando de la trifulca en el PP. Es lo que tiene una buena película, que relata una historia particular, pero provoca un eco para entender el mundo.
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