Nostalgia de futuro
Para los creyentes en el Dios Progreso, cuestionar que el dos es mejor que el uno por el mero hecho de venir después, es el mayor de los pecados
Hace poco, coincidí en la tele con Miguel Sebastián, ministro de Industria en tiempos de Zapatero. Fue en un debate sobre si los jóvenes de hoy vivimos peor que los de los años ochenta y noventa, o sea, que nuestros padres. El planteamiento era una trampa, porque no acotaba qué jóvenes, si los hijos de los del Ibex o los de los taxistas. Y porque lo justo es reconocer que hemos ganado en algunos aspectos y perdido en otros.
Sebastián aseguró que los jóvenes de ahora vivimos mejor porque, entre otras cosas, crecimos en casas con frigorífico. En los años sesenta, solamente el 4% de los hogares tenía uno. Y, al César lo que es del César, ahora es impensable una vivienda sin refrigerador. Pero también es inimaginable, para muchos jóvenes, tener una casa, con o sin frigo, o poder pagar la luz que cuesta enchufarlo, o tenerlo lleno.
Pero el “España va bien” ha cambiado de bando. Además, se ha hecho extensivo, porque ya no se circunscribe a la geografía, sino que atañe también a la historia. Y es que para los creyentes en el Dios Progreso cuestionar que el dos es mejor que el uno por el mero hecho de venir después es el mayor de los pecados.
Mientras tanto, el marco de “volver a” —tener un empleo estable, vivienda, oportunidades industriales o de vivir en el lugar de nacimiento, viabilidad de la agroganadería— ha impulsado algunos éxitos en las elecciones de Castilla y León, del crecimiento de Vox a la irrupción de Soria ¡Ya! Y es que la de los 45 días por año trabajado y la de llenar la cesta de la compra con menos esfuerzo es una nostalgia tangible; no es la de recuperar Constantinopla. Así, cualquiera con un poco de memoria y realismo sobre el presente puede echar mano de ese discurso con éxito.
El problema es qué hacer con él para lograr progresos reales, cómo convertir esa nostalgia en futuro. ¿Puede hacerlo Vox? Parece dudoso, siendo algunas de sus últimas votaciones contra la reforma laboral, el SMI, la ley de riders, la de la cadena alimentaria o la regulación de los alquileres.
En el otro lado tenemos a Podemos, que intenta hacer políticas con resultados para la clase obrera como volver a las (nostálgicas) condiciones laborales previas a 2012 o habla de recuperar la (nostálgica) empresa pública de energía. Sin embargo, no paran de perder votos, en parte por su contradictoria crítica a cualquier añoranza del populacho, ya sea la de la España industrial porque contamina o la de la posibilidad de formar una familia, pues esta podría ser una institución de opresión.
Han asumido un mensaje de esa casta que tanto despreciaban, con el presidente del Foro de Davos como portavoz: “La línea de división hoy no está entre la izquierda y la derecha, sino entre los que abrazan el cambio y los que quieren conservar el pasado”.
El riesgo de esto es que el enemigo no sería Elon Musk y sus tesla sostenibles, sino el camionero que se queja de que hace dos décadas llenaba el depósito por menos sin que su salario haya subido; o la agricultora que habla de la que nos metieron haciéndonos creer que 100 pesetas eran un euro y reclama soberanía en lugar de la Troika ecofeminista. Entre tanto y mientras los nuevos partidos no sean coherentes, ganará, como siempre, la banca: el PP apelando al poderoso bigote de Aznar o el PSOE echando mano de la proletaria pana de Felipe.
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