El entusiasmo revolucionario produce ceguera
En su reconstrucción del mundo soviético, el historiador Karl Schlögel acude a Rodchenko para recordar su afán por fotografiar los grandes proyectos del régimen
Hace treinta años, el 25 de noviembre de 1991, la Unión Soviética dejó de existir. El imponente proyecto que puso en marcha la revolución de 1917 se vino abajo sin mayor pena ni gloria y los mayúsculos cambios que puso en marcha a lo largo del siglo XX quedaron atascados en una suerte de callejón sin salida. Lo que sucedió dentro de aquella sociedad no había sido, sin embargo, intrascendente: se construyó un modo de vida que consiguió sustituir lo que había hasta entonces por nuevas prácticas, nueva rutinas, una manera distinta de enfrentarse a las cosas, otros valores. El historiador Karl Schlögel ha procurado en El siglo soviético reconstruir aquel mundo que ya no existe, pero del que tantas huellas quedan y tan profundas, y lo ha hecho a través de un riquísimo mosaico en el que recoge un amplio abanico de situaciones, de vivencias, se sumerge en la vida cotidiana de las diversas gentes de aquel inmenso imperio, se fija en sus construcciones más ambiciosas y en sus objetos más nimios, mira a través de las rendijas de las casas, vuelve a pasear con sus gentes, toma nota de su ira y de sus ilusiones y temores, y cuenta también el horror de la represión y del gulag.
“Si alguien quisiera dar con lo que podríamos llamar civilización soviética en su forma más pura”, escribe Schlögel, “tendría que ir allí donde todo estaba preparado para un comienzo sin precedentes: un territorio cuya riqueza de recursos naturales prometía un desarrollo sin límites; la vastedad de un espacio no constreñido por ninguna tradición histórica y en el que un poder despiadado podía obrar milagros”. Se trataba de construir el hombre nuevo, pero para hacerlo había que darse prisa y abordar desafíos de un magnitud titánica: levantar fábricas de todo tipo, centrales eléctricas, canales y puertos, altos hornos, lo que fuera menester.
Aleksandr Rodchenko, uno de los maestros de la fotografía y autor de algunas de las imágenes más memorables de la pasada centuria, participó con brío en el proyecto soviético. Estuvo con su cámara en la construcción del canal Belomor, que conecta el mar Blanco con el Báltico, uno de los grandes proyectos del primer plan quinquenal que se ejecutó utilizando a 200.000 presos de la OGPU, la policía secreta del régimen, y del NKVD, el comisariado del pueblo dedicado a asuntos internos. “El entusiasmo me atrapó”, comentó Rodchenko a propósito de aquel periodo. “Me emocionó comprobar la delicadeza y la sabiduría con la que se llevaba a cabo la reeducación de las personas”, apuntó también.
Quienes levantaron aquella magna construcción en veinte meses vivieron hacinados en barracones y trabajaron como esclavos. Si aquello pudo salir adelante fue, entre cosas, porque al frente estaba “una autoridad provista de poderes ilimitados sobre la vida y la muerte”, observa Schlögel. Rodchenko, en su afán de revolucionar el arte de la fotografía, recomendaba buscar puntos de vista inéditos y sugería que “los ángulos más interesantes para el presente son de arriba abajo y de abajo arriba, además de sus diagonales”. El artista tenía que elevarse “sobre la multitud”, decía. Rodchenko lo hizo, pero se olvidó de mirar lo que tenía delante de los ojos. Sus imágenes conservan el empuje de aquel proyecto que despertó los mayores anhelos y produjo horrores descomunales.
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