Los problemas de Juan Carlos I
El anunciado archivo de la causa judicial contra el rey emérito no extingue el alcance civil y político de su responsabilidad
En toda sociedad democrática los casos judiciales que afectan a representantes públicos escogidos en las urnas tienen una dimensión política diferente de la propiamente jurídica. Con más razón todavía, cuando la figura afectada no procede del veredicto de las urnas sino de la estructura fundamental del Estado. El rey Juan Carlos I se ha visto involucrado en diversas investigaciones, en España y fuera de España, relacionadas con presuntas comisiones obtenidas antes de su abdicación en 2014 y presuntos delitos fiscales que pudieran estar detrás de las dos regularizaciones multimillonarias presentadas a Hacienda en diciembre de 2020 y en febrero de 2021 (casi 700.000 euros en la primera y 4,3 millones en la segunda). Ambas fueron efectuadas con posterioridad al inicio de la investigación y la duda estriba en si la misma comunicación de Hacienda puso en marcha su presentación, con lo que dejarían de ser voluntarias. La Fiscalía del Supremo y la Fiscalía Anticorrupción archivarán la causa ante la imposibilidad de querellarse contra el rey emérito bien por falta de pruebas, bien por la prescripción de los presuntos delitos, bien por la inviolabilidad que la Constitución asigna a la persona del Rey en su artículo 56.3.
Sin embargo, y más allá de la acción de la justicia, la dignidad institucional del ex jefe del Estado reclama sin necesidad de mayor énfasis la clarificación de las circunstancias en que se produjeron las regularizaciones fiscales, la disipación de las dudas sobre las comisiones obtenidas como presunto intermediario y la existencia de fondos en cuentas situadas en paraísos fiscales.
El archivo de la causa estaría sujeto al ordenamiento jurídico y no debería generar en la sociedad desconfianza en el funcionamiento de la justicia. Pero la dimensión actual del problema es ya otra, de carácter civil, ético y democrático. La complejidad de este tipo de operaciones hace muy difícil la aspiración a una información completa, por eso resulta imprescindible que tanto Hacienda como la Fiscalía ofrezcan una sólida argumentación, cualquiera que sea la posición que adopten en el caso. Esa argumentación tiene que ir más allá de la pura solvencia técnico-jurídica y facilitar la comprensión de la misma por parte de la ciudadanía. Es la confianza en el sistema la que puede verse reforzada o erosionada. Máxime cuando existe la posibilidad de que la causa judicial pudiera prosperar en otras jurisdicciones fuera de España.
Las decisiones de la justicia tienen su propio cauce, pero la opinión pública tiene los suyos también, y no son monolíticos o unívocos: el respeto por la figura de Juan Carlos sigue presente en amplias capas de la sociedad española, pero en muchas otras ha crecido significativamente un rechazo que ha llegado a trascender a la anterior figura del jefe del Estado y alcanza a la institución misma. La experiencia reciente nos enseña que la mejor garantía para la institución no pasa por enfatizar la virtud personal, natural o aprendida, de quien es hoy su titular. La Corona no necesita intercambiar juancarlistas por felipistas. El debate público sobre el modelo de Estado ha dejado de ser pasto de minorías y aunque no pueda decirse que sea general en la sociedad española, sí exige que la institución se dote sin demora de todos los instrumentos de control democráticamente exigibles tras cuarenta años de vigencia.
Felipe VI ha adoptado medidas profilácticas relevantes en relación con su padre ante la gravedad de las informaciones publicadas, pero no han sido suficientes. Hay un instrumento que puede desarrollarse: un Estatuto de la Corona que permitiría profundizar en los criterios de transparencia y fiscalización de los recursos que los españoles asignamos al funcionamiento de la Casa del Rey.
La voluntad política para impulsarlo no depende únicamente del Gobierno —en cuya composición las diferencias en este punto son en este momento muy evidentes—. Requerirá también del compromiso del principal partido de la oposición, acendrado defensor de la causa monárquica: el mejor favor que puede hacerle es acordar junto a la Casa del Rey y el Gobierno su desarrollo. El actual titular de la Corona encontraría en él una forma rotunda de ratificar un compromiso institucional acorde con las exigencias de una democracia madura y plenamente estable.
Aun así, no desaparecerá el caso Juan Carlos I de la conversación pública. La evolución de las investigaciones fuera de nuestro país o las series de televisión que se anuncian sobre su vida lo mantendrán presente. La propia libertad de movimientos del rey emérito no hace descartable que pueda regresar a España tras el archivo de la causa y el Gobierno tendrá que responder ante esa circunstancia previsible. No puede seguir amparándose en que esa es una decisión personal o familiar. Todo ello redunda en la exigencia a Hacienda y a la Fiscalía de claridad y detalles.
La inviolabilidad hasta su abdicación en 2014, la prescripción de los delitos o las dificultades probatorias estarán ajustadas a la ley, pero la falta de explicaciones claras dejaría abierta la puerta a la especulación. Las razones de forma pueden impedir la acción de la justicia, pero no disipan las razones de fondo ante una ciudadanía informada y también escarmentada. La democracia española ha demostrado sobradamente su madurez para encajar todo tipo de avatares. La transparencia solo puede reforzarla.
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