La presunción de inocencia no es suficiente
El caso del Rey emérito arroja evidencias suficientes acerca de las consecuencias de la falta de control sobre el titular de la Corona
La conversación se desarrolló en El Escorial este verano. No recuerdo cómo ni por qué salió el tema. Sí tengo muy presente que en la discusión sobre la situación del Rey emérito nadie intervino para defender su inocencia. Los hubo que expresaron un sentimiento de pena por constatar cómo se empaña una trayectoria de impacto en términos históricos. Otros se inclinaron por subrayar una profunda vergüenza que, sin duda, dificulta el reconocimiento del legado político. Aquella conversación —sin mayor trascendencia, pero interesante por la pluralidad de ideologías, edades y sensibilidades representadas— ha vuelto a mi memoria al conocer el comunicado con el que el abogado de D. Juan Carlos arremete contra la Fiscalía por cuestionar, a su entender, el principio de inocencia de su cliente.
Definir una estrategia de defensa para un Rey emérito no debe ser tarea sencilla. Más allá de la dimensión técnica, requiere prestar atención también al debate público que las actuaciones de los tribunales van generando en la sociedad a la que ese Rey sirvió. Un buen abogado está entrenado para escorar la conversación hacia un encuadre técnico, pues en el marco de un proceso judicial gana aquel que logra preservar intacta la presunción de inocencia. Da igual si el resultado se obtiene por ausencia de pruebas concluyentes, apelando a la prescripción de los delitos o, mejor todavía, gracias al privilegio de la inviolabilidad. Cualquiera de las razones jurídicas expuestas ofrecería, por sí sola, un escenario favorable de exculpación en términos penales, pero… ¿es esta la única defensa posible que puede hoy articular quien fue Jefe de Estado? Si, como podría concluirse, se ha renunciado a defender la decencia de un comportamiento real para ubicarlo en el perímetro del reproche penal, resulta poco realista imaginar que su figura pueda recuperar en la sociedad el respeto que facilite el mantenimiento de honores, aunque logre esquivar con éxito a fiscales y tribunales. No estamos, como puede creer su abogado, ante un debate exclusivamente jurídico. Se trata también de una causa sobre la ejemplaridad como elemento legitimador de la autoridad de quien fue Rey de España.
No nos engañemos. La evolución de las diligencias penales contra D. Juan Carlos no es el mayor problema al que se enfrenta la monarquía en España, hoy bien representada por D. Felipe. El auténtico desafío para el sostenimiento de la propia institución pasa, a mi entender, por fortalecer los controles para que la viabilidad del sistema no descanse exclusivamente en la pretendida virtud presente o futura de una persona. El caso del Rey emérito arroja evidencias suficientes acerca de las consecuencias de esa falta de control sobre el titular de la Corona. Más allá de que lo expuesto comprometa una parte de la narrativa de nuestra historia reciente, deberíamos ahora concentrar los esfuerzos en fortalecer normativamente tales estructuras de control. En este sentido, procede agilizar los trabajos conducentes a desarrollar el título de la Constitución española que regula la Corona. Una responsabilidad cuyo impulso corresponde ejercer a la Casa del Rey y al Gobierno. ¿A qué están esperando?
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