Tiempos interesantes al final del globo
Espero que los independientes que elaboran la futura Constitución de Chile salgan de la dinámica de agravios históricos de privilegiados contra humillados que, como en España, define la nueva política
En Chile estamos viviendo “tiempos interesantes”, como esos que les deseaban los chinos a sus enemigos. Una Asamblea Constituyente perfectamente paritaria y con representantes de los pueblos originarios, está celebrando sus sesiones en estos días para escribir una nueva Constitución que reemplace la que impuso el dictador Augusto Pinochet en 1980. Aunque, a decir verdad, aquella Carta Magna fue severamente reformada en los distintos Gobiernos de la concertación por la democracia, de tal modo que en 2005 Ricardo Lagos, primer presidente socialista después de Salvador Allende, la pudo firmar como propia.
Quizás a la hora de explicar a los no chilenos lo que pasa en Chile hoy sería justo precisar que, aunque simbólicamente Pinochet y sus adláteres siguen siendo el enemigo, lo que está en verdad en cuestión es la transición a la democracia que vino después de él. Años de transición tras la dictadura que fueron, en España como en Chile, los más prósperos y pacíficos de la historia del país. Esa prosperidad ha dejado de ser lo que era hace diez años. También ha dejado de serlo la paz, que era fruto de un pacto entre los funcionarios de la dictadura y sus opositores. Ese pacto, en España supuso la incorporación del país al Estado de bienestar europeo. En Chile, implicó que el país fuera parte de la revolución neoliberal de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Es un pacto que produjo en Chile mucha riqueza, pero una enorme desigualdad, y que produjo en España una sociedad más igual y armónica, pero un nivel de corrupción alto y endémico.
Como en el caso de España, a la transición chilena le falta épica y símbolos y le sobran acuerdos espurios hechos a espaldas de una ciudadanía que, todo hay que decirlo, parecía aceptarlos sin chistar cuando el país crecía al 8% anual. Nadie puede negar que muchos de esos acuerdos no eran sólo fruto de la voluntad de las partes, sino del abundante dinero con que algunos empresarios financiaban la política, escribiendo con total impudor las leyes en sus oficinas, y no en las del Congreso. Todo eso no es, por cierto, muy ético, y aún menos estético. El término “casta”, tan en uso en España, se reemplaza en Chile por el de “privilegiados”, pero viene a significar lo mismo: un par de generaciones de políticos manchadas por su propio éxito, que han sido reemplazadas por nuevas generaciones, igualmente ambiciosas, pero que no se atreven a asumir el lado menos fotogénico del poder y tienen, como Pablo Iglesias, la renuncia como táctica esencial de supervivencia.
El pasado reciente es uno de los enemigos permanentes de gran parte de los constituyentes electos, quizá porque es complejo y ahora lo que parece necesitarse es justamente simplicidad, convicción, claridad. Es lo que piden, no del todo azarosamente, las redes sociales que han acompañado todo el proceso de transformación del país. En vez de la vieja lucha de clases, con su proletariado, su burguesía y su clase dominante, la sociedad chilena se divide ahora en dos: los privilegiados y los humillados. La ventaja de esta división del mundo está en que todos pueden ser las dos cosas a la vez: porque todos somos humillados por alguien y todos somos el privilegiado frente a otro. Así, tu situación en el mundo no depende de cuánto ganas, en qué trabajas y cuánto capital acumulas, sino de en qué lugar sientes que estás colocado. El esquema binario que reemplaza la sociedad tradicional de tres clases en una de dos se aplica también a la política chilena donde desapareció, como en España, el centro político (y en Chile también la derecha).
Reina en Chile una izquierda muy distinta a la antigua. Una izquierda que no cree en los sindicatos ni en los partidos políticos, que desprecia el Estado como un ente ontológicamente opresor. En “la lista del pueblo”, la lista de independientes que consiguió sorprendentes resultados en las elecciones constituyentes, hay pocos obreros, porque quizás tampoco en el Chile de hoy hay tantos obreros o campesinos como se pensaba en los años setenta. Pinochet decía que quería acabar con el país de proletarios para cambiarlo por un país de propietarios. La Concertación consiguió ese objetivo, repartiendo muchas veces migajas que convierten al propietario en esclavo de su propiedad. Al mismo tiempo, sin embargo, no está dispuesto a dejar esa propiedad que lo empobrece y entregarla al colectivo, como esperaba la vieja izquierda.
Más que tener un programa claro de reformas económicas o políticas, la nueva izquierda mayoritaria hoy en Chile está comprometida con refundar el país, desde su bandera y su himno hasta las formas patriarcales del lenguaje. Que la presidencia de la Convención esté en manos de la lingüista mapuche Elisa Loncón es un símbolo más de esas ganas de que nada se parezca a lo que fue. La vieja política ha muerto, dicen todos, pero quizá uno quisiera gritar de vuelta “¡viva la política!”. Nada repugna más al instinto de esta Convención que los acuerdos en “la cocina”, que es como se llama a los acuerdos políticos de pasillo en Chile. Pero si bien no se deja de recalcar que fue la movilización social de octubre de 2019 la que empujó los cambios, no habría ni convención ni plebiscito, sino una negociación de pasillo entre las fuerzas políticas chilenas en noviembre de ese mismo año. Aquello fue visto como una traición por muchos de los que, gracias a ello, se sientan hoy a escribir un nuevo texto constitucional.
Los intentos de contar la historia de Chile como una serie de agravios y violencia de los privilegiados contra los humillados olvidan que, si el país ha conseguido algún éxito en su historia, es el haber aprendido a negociar y usar las leyes a su favor. Todo el legado de Salvador Allende reside ahí. Es lo que Elisa Loncón recordó con respecto a los mismos mapuches, que no dejaron de participar en todo tipo de parlamentos junto a sus invasores españoles, logrando ser reconocidos como nación. A mí es esa tradición, el famoso legalismo del chileno, el instinto de los chilenos a evitar las peleas cuando conversan y usar la ironía antes que los adjetivos, lo que más me esperanza del proceso actual. El chileno es naturalmente político, quizá porque vivir al final del mapa obliga a organizarse para no caerse del globo terráqueo. Si la Convención convence a los nuevos dirigentes que salgan de ahí a usar la persuasión, la conversación y la unidad, le habremos ganado una vez más la partida al destino.
Rafael Gumucio es escritor chileno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.