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Columna
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Reconocer la fatiga

Se ha normalizado que autónomos y asalariados, muchos de ellos trabajadores precarios, estén atrapados en una maratón de velocidad sin opción de parar

Una camarera de piso o 'kelly', trabajando en un establecimiento de Sevilla.
Una camarera de piso o 'kelly', trabajando en un establecimiento de Sevilla.PACO PUENTES

El vencejo común —nombrado ave del año por la entidad conservacionista SEO/BirdLife— se marcha de nuestros pueblos y ciudades rumbo a África, hacia las zonas de invernada. Este pájaro, que come y duerme en el aire, vuela sin posarse hasta diez meses. El suyo es un caso de adaptación extrema, por lo que, si tuviera equivalente humano, sería el espécimen perfecto para las aspiraciones productivas contemporáneas. La fatiga —de fatigare, “hacer agrietar”— es un mecanismo que alerta de que nos acercamos a un límite, físico o mental, más allá del cual las capacidades menguan drásticamente. En el “capitalismo flexible” (recuérdese La corrosión del carácter, de Richard Sennett) se nos pide, como fines en sí, justo eso: flexibilidad, adaptación permanente. Que cuando azote el vendaval seamos como el junco de La Fontaine que, aunque se doblega, nunca se quiebra (como sí el roble). No obstante, digan lo que digan quienes recitan el mantra de que en la vida todo es proponérselo, no somos juncos. Precariedad y pensamiento positivo es una mezcla venenosa. No estamos hechos para un vuelo prolongado sin paradas. Podemos rompernos, y a la grieta le siguen el trabajo mal ejecutado, el accidente, el desplome.

Agosto toca a su fin, y ni siquiera el verano habrá podido barrer la capa de cansancio que, como el polvo en una casa abandonada, lo cubre casi todo. La fatiga crónica, agravada por la pandemia, campa en hospitales, oficinas, aulas. Incluso hay deportistas de élite que, por no poder más, se apean de la competición. Tan importante es reconocer que uno ha excedido su capacidad de resistencia como que en el ámbito laboral no le exijan lo imposible. Un estudio reciente de la OMS asocia trabajar más de 55 horas semanales con la muerte de 745.000 personas al año. El síndrome del trabajador quemado invita a pensar en esa metáfora que utilizó Graham Greene en su novela A Burnt-out Case para comparar la quemazón existencial del protagonista —un arquitecto exitoso llegado a una aldea del Congo— con los estragos físicos de los leprosos que han pasado ya por la mutilación. Se ha normalizado que autónomos y asalariados, muchos de ellos trabajadores precarios, estén atrapados en una maratón a velocidad de sprint, sin opción de parar. Recuerde: si ve a alguien en el agua agitando la mano (como en el poema de Stevie Smith), no piense que le saluda. Quizá pida auxilio porque se ahoga.

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