La maldad de los majaderos
En su libro sobre Azaña, Josefina Carabias da una lección de periodismo
La vida política coge a ratos una velocidad vertiginosa y ha habido circunstancias históricas en que las cosas se salen de los carriles y se complican y se enredan y terminan estallando de la peor manera posible. Lo que ocurrió durante la Segunda República y la Guerra Civil da la medida de cuán extremadamente compleja puede resultar la gestión de los asuntos públicos. Josefina Carabias conoció a Manuel Azaña en el Ateneo de Madrid cuando tenía 22 años y el escritor y político republicano, cincuenta. Ella no sabía todavía que terminaría dedicándose al periodismo y él ignoraba que iba a tener un protagonismo esencial en la construcción de un puñado de leyes que cambiaron radicalmente España, para modernizarla y para dar mayores oportunidades a quienes tenían menos recursos y posibilidades.
Ha vuelto estos días a las librerías con prólogo de Elvira Lindo Azaña. Los que le llamábamos don Manuel, el libro que escribió Josefina Carabias en 1980 para reconstruir la figura de aquella arrolladora y contradictoria personalidad. El pasado es un inmenso territorio desconocido y a los historiadores les toca la abrumadora tarea de explorar cada uno de sus rincones para ir juntando las piezas y atreverse con un relato que se acerque lo más posible a la verdad. El registro de Josefina Carabias es distinto. Lo que hace es abrir unas cuantas puertas de lo que le tocó vivir para que la corriente de aquellos años fluya con la frescura de lo inmediato. Escribió lo que cuenta mucho después de que hubiera ocurrido y, sin embargo, el lector va por sus páginas como si estuviera escuchando a la cronista que se ha apostado en una esquina para tomarle el pulso a lo que pasa en este mismo momento. Ahí reside su mayor fuerza, y su mayor encanto: en la proximidad. Dice de Azaña, por ejemplo, que “se esforzaba en disimular ante los extraños sus buenos sentimientos, incluso sus sentimientos más nobles, bajo una máscara de dureza o de sarcástica ironía”, y entonces aquel remoto personaje cobra de nuevo consistencia para ser un hombre más, fuera ya del peso histórico que le vino después y de las enormes responsabilidades con las que tuvo que bregarse en su tiempo.
Carabias escribe de Azaña, escribe de aquellos años, retrata con finura el pulso de una sociedad sacudida por vertiginosos cambios —”Todo el mundo estaba exaltado”, apunta cuando se produce el triunfo del Frente Popular— o pinta con un par de magistrales trazos los rasgos que definieron a algunas de las figuras decisivas de entonces —Largo Caballero, Prieto, Negrín, Casares Quiroga, y también Valle-Inclán—, pero habla también —sin apuntarlo de manera explícita, como a hurtadillas— de periodismo: es el oficio que agarra y sirve los hechos del presente y, por así decirlo, sus vibraciones. Y su libro tiene algo de lección magistral: rigor, vivacidad, urgencia, lealtad, claridad, y una paleta inmensa de matices y claroscuros.
A Azaña le faltaba habilidad para ser un político completo. “Quiero decir, capacidad de adaptación a las circunstancias”. Y entre las características que lo limitan explica que “no se da cuenta o no quiere dársela de que ‘no hay enemigo pequeño’, y de que la maldad de los majaderos es mucho más temible que la de los talentudos porque, entre otras cosas, es menos consciente”. Ay, qué poco ha cambiado el mundo.
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