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Tribuna
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Nacionalismos de primaria

Si las lenguas autóctonas de los catalanes/as son, por razones obvias, el castellano y el catalán, ¿no es posible encontrarles un acomodo razonable en todos los niveles educativos en lugar de enzarzarnos periódica y cansinamente en esta discusión peregrina de lo vehicular?

Josep Maria Fradera
Catalan
Clases de catalán en un centro de Madrid.

Pongámonos en la cabeza del otro, sin bromas ni argumentos que ya cansan por sobados. Pongámonos para empezar en la cabeza de un nacionalista español. Sorpresa: no se considera tal, excepciones recientes excluidas por estentóreas. Se puede hablar de todo. De todo sí, menos de la lengua española. Esta no se toca, como máximo se transige, hasta conseguir una correlación de fuerzas oportunas. Luego... ya se verá. Pongámonos ahora en la cabeza de un nacionalista catalán. Sorpresa: no se considera como tal. Republicanos, sí los hay, ¡vaya lujo!, independentistas a la escocesa y represaliados también. Un país pequeño se puede permitir de todo. Y en Cataluña, la sociedad del mundo entero con más filólogos por metro cuadrado, todavía más.

Pónganse ahora en mi cabeza por unos pocos minutos. Nacido en los años cincuenta de familia catalán hablante por ambos lados, catalana, catalanista y solidaria, pero escolarizado luego a la nacionalcatólica e integralmente en castellano por falta de otra cosa. Escuela de maristas de nivel ínfimo en una pequeña ciudad del área de Barcelona hasta cuarto de bachillerato. Paso al Instituto de Enseñanza Media hasta entonces prácticamente inexistente. Enseñanza integralmente en castellano y una asignatura muy básica en francés. Buenos profesores casi todos, algunos excelentes de verdad. Diglosia total y completa: familia y amigos siempre en catalán, instituto integralmente en castellano con la excepción frágil del francés. Salida en globo en sexto de bachillerato para disfrutar de una beca Carrero Blanco en la pequeña cárcel local, con expulsión posterior y pérdida de un año entero de bachillerato. Una observación: jamás se me pasó por la cabeza imputarlo a la lengua en la que fui educado en aquellos años. Dos de los profesores, además, fueron igualmente expedientados y recalaron en Barcelona, en el Instituto donde ahora casualmente estudia mi hijo de 15 años. Sorpresa todavía mayor: los inicios de la conciencia política fueron de la mano del trato con militantes clandestinos de Comisiones Obreras y del PSUC, muchos de ellos, no todos, castellanohablantes. La amistad y fraternización fue total, desde entonces y hasta hoy.

Primer año de universidad en la recién fundada Universidad Autónoma de Barcelona, todo integralmente en castellano, con la excepción de una asignatura de filología catalana y una conferencia inolvidable de Gabriel Ferrater. Segundo año de carrera, los profesores deciden por sí mismos enseñar en la propia lengua aprovechando la agonía del régimen —aquel sí lo era realmente— de 1939. Disfruto con las lecciones de Josep Fontana y de José Manuel Blecua que orientaron mi vocación futura hacia la Historia y la historia de la cultura. Enorme interés por la América española, colonia, imperio y sociedades con otras hablas, que uno no conoce, pero que debe aprender a respetar. No hubo ni hay una América de lengua española o portuguesa única, menos la hubo en los siglos XVI al XX. Asambleas caóticas en catalán y castellano. Fin de la carrera y balance final: pésimo catalán escrito; mediocre español escrito; mediocre francés hablado y escrito y, consternación absoluta, otra lengua se impone implacable y como herramienta al mismo tiempo: el inglés. En esta lengua intrusa el balance es igual cero, con esfuerzos enormes para comprender aquello que algunos profesores nos citan en clase. Fin del recorrido.

Sigo desde hace años con interés, pero cada vez con mayor aburrimiento las discusiones sobre el trato que se da a las lenguas en España. La larga y desgastante hegemonía del nacionalismo pujolista en Cataluña la viví como una derrota inapelable, sin recompensa alguna para los que no habíamos salido de debajo de las piedras, como se atrevió a decir Marcelino Camacho en cierta ocasión. Nostalgia cero. Uno resulta ganando en libertad de pensamiento, sin otra afiliación que la amistad con gente decente y muy diversa, en Barcelona, en Cataluña, en el País Vasco y Galicia, en toda España y en otras partes del mundo. Un reciclaje continuo y nunca satisfactorio del todo, tratando de avanzar en la profesión. Las deficiencias formativas son un lastre para toda la vida, pero no un lastre insalvable.

Dejo el recorrido personal, que solo puede interesar a cuatro gatos de la propia generación. Pero todavía conviene decir algo. Durante el reinado de Jordi Pujol, observo con prevención los esfuerzos de la administración autonómica para debilitar el estatuto de lengua del castellano en Cataluña. Puedo observar también el escaso interés fuera de Cataluña por las otras lenguas que se hablan en la piel de toro. La solución ya se apuntó al principio: que cada uno defienda lo suyo y que cada uno levante las barricadas que pueda para proteger su territorio. Esta elemental pulsión de todo nacionalismo encuentra mil subterfugios en su articulación conceptual. Me interesan poco en sí mismos. Me interesa mucho más por la división moral y psicológica que esto supone en el interior de cada una de las sociedades que afrontan el problema.

Dos de aquellos artefactos legitimadores son particularmente lacerantes para un historiador informado: lengua natural de la que se derivan derechos de exclusividad; lengua nacional, común a todos los españoles, de la que se deriva un estatuto de preferencia al que tendrán que acomodarse todas los demás. El valenciano ni siquiera se sabe si supera el listón de patois. Llevamos veinte años o más enzarzados en este conflicto, no de lenguas sino de nacionalismos en concurrencia. Leo el brillante artículo de Xavier Vidal-Folch sobre el uso de las dos lenguas en Cataluña y hablo con algunos amigos sobre el tema. No hay agonía por lado alguno, pero todo puede hacerse ciertamente mejor. Eso es innegable. Más fácil aún en el caso de las lenguas neolatinas, todas tan comunicables pero tan mal habladas y mal escritas hoy, aunque seguramente no por la cuestión de competencia entre ellas. Si las lenguas autóctonas de los catalanes/as son, por razones obvias, el castellano y el catalán, ¿no es posible encontrarles un acomodo razonable en todos los niveles educativos en lugar de enzarzarnos periódica y cansinamente en esta discusión peregrina de lo vehicular? Sin embargo, el problema es todavía mayor porque, para cuando estos anacrónicos dilemas estén resueltos en el corral hispánico, nuestros descendientes estarán hablando ya en inglés o chino mandarín. Este es el reto y no retrogradar, como gustaba decir a los liberales del siglo XIX, a discusiones que la sociedad les está negando virtualidad cada día. Y la experiencia muestra algo que no es ocioso: quienes conocen más lenguas, más fácil les resulta el aprendizaje de otras.

Que nos lo digan a la gente de mi generación, que nos lo digan en una lengua que podamos comprender.

Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra.

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