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Tribuna
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La inmersión lingüística en Cataluña

Una encuesta señala la sangrante división de la sociedad catalana: la mitad está a favor del actual modelo, mientras que la otra mitad lo rechaza

Rafael Feito
Concentración en defensa de la inmersión lingüística ante el Ayuntamiento de Barcelona celebrada en diciembre de 2019.
Concentración en defensa de la inmersión lingüística ante el Ayuntamiento de Barcelona celebrada en diciembre de 2019.SONIA JIMÉNEZ

Una vez más, se plantea el debate sobre la inmersión lingüística en la escuela catalana. Desde el independentismo catalán se ha transmitido la idea de que tal inmersión -el hecho de que salvo dos o tres horas semanales impartidas en castellano, el resto se enseña en catalán- ha sido un rotundo éxito académico y que goza de amplísimo consenso –por no decir unanimidad- entre los habitantes de esta comunidad autónoma. Sin embargo, ambas afirmaciones carecen de sustento empírico.

En lo que se refiere a la primera cuestión, en un trabajo -a partir de los datos del PISA de 2015- realizado por Jorge Calero y Álvaro Choi (Efectos de la inmersión lingüística sobre el alumnado castellanoparlante en Cataluña) se indica que, a igualdad de nivel socioeconómico, los alumnos cuya lengua materna es el catalán obtienen mejores resultados en las competencias de ciencia y lectura que aquellos que tienen por lengua materna el castellano (al fin y al cabo, esto de la inmersión es algo que tienen que hacer los castellanohablantes). No ocurre lo mismo con la competencia matemática, cuya igualdad entre unos y otros estos investigadores la atribuyen al hecho de que en las matemáticas prepondera un lenguaje formalizado específico. A partir de su investigación, concluyen que el supuesto éxito de la inmersión lingüística “no ha sido avalado por la evidencia empírica contrastable”. Desde cierta izquierda se aduce que en las pruebas de acceso a la universidad los resultados en Lengua Española de los estudiantes catalanes son mejores que la media nacional. Se olvida indicar que a tal examen no llegan todos los alumnos –por muy numerosos que puedan ser-, sino solo aquellos que han superado el listón de obstáculos que conduce hasta tal prueba.

Tampoco parece que haya un excesivo consenso en la sociedad catalana con respecto a la inmersión. Del mismo modo que el CIS se niega a plantear preguntas incómodas –como la cuestión de la dicotomía entre república y monarquía-, el CEO (el Centre d’Estudis d’Opinió –para entendernos, el CIS catalán-) no investiga sobre la inmersión. Es por ello que me remito a una encuesta del instituto de investigación GESOP (con 1.600 entrevistas) encargada por Societat Civil Catalana, la cual muestra que el 75,6% prefiere un régimen trilingüe (catalán, castellano e inglés), un 14% es partidario de una enseñanza bilingüe en catalán y en castellano, el 8,8% opta por el actual modelo en catalán y un reducidísimo 0,5% querría que todo fuera en castellano (el restante 1,2% no sabe o no contesta). En el blog de Politikon, Garvia y Santana citan una encuesta (con 2200 entrevistados) en la que se observa la sangrante división de la sociedad catalana: la mitad está a favor del actual modelo, mientras que la otra mitad lo rechaza. No es de recibo dar la razón a la mitad de la población a costa de la otra mitad, pese a que sería factible llegar a algún consenso.

El historiador Joaquim Coll explicaba que el actual modelo de inmersión está muy lejos del que se aprobó en 1983 gracias a la iniciativa del PSC y del PSUC (El tabú de la inmersión). Entonces se evitó crear una doble red escolar en función de la lengua -que era la propuesta inicial de CiU- y se optó por un modelo bilingüe en el que se respetaba el derecho a la enseñanza en la lengua materna y se alentaba el uso del catalán para compensar su arrinconamiento durante la dictadura. Y concluye que se ha pasado a un modelo que “excluye dogmáticamente al castellano como lengua vehicular”. Es decir, el consenso alcanzado en 1983 en torno a la Ley de Normalización Lingüística (aprobada en el Parlament en 1983 con tan solo una abstención) se fue quebrando paulatinamente.

Ni siquiera en el supuesto de que Cataluña llegara a ser una nación independiente (posibilidad que las fuerzas políticas unionistas consideran irrealizable, al margen de la voluntad que pudiera expresar una mayoría cualificada de catalanes) se podría admitir el actual arrinconamiento del castellano. ¿Convertiría la hipotética República de Catalunya en ciudadanos de segunda categoría a los castellanohablantes? ¿O les invitaría amablemente a irse? La resolución del Tribunal Constitucional en la que se indica que se debería enseñar en castellano al menos un 25% del tiempo escolar es de lo más razonable. Y no solo eso, es una resolución que hay que cumplir.

En todo caso, no estaría mal promover algo de inmersión lingüística en todas las lenguas de España en la escuela. ¿No contribuiría a consolidar la idea de España que todos los escolares –y, claro está, todos los españoles- fueran capaces de decir y entender algunas frases en tales idiomas? Que no pase lo que me sucedió en cierta ocasión al ir a pagar en una gasolinera de Madrid. El joven que me atendió me preguntó en qué idioma cantaba el grupo –creo que era Kortatu- que con tanto entusiasmo estaba escuchando. En Finlandia, el hecho de contar con una minoría de habla sueca fuerza a todos los escolares a aprender algo de sueco.

De todos los inmensos problemas que tiene nuestro sistema educativo (un currículo anticuado y sobrecargado, la mejorable formación del profesorado, el clasista fracaso escolar, el aprendizaje del inglés y de las Matemáticas, el fomento de la educación física, etc.), la cesión en la cuestión del castellano ha puesto en bandeja al grueso de las fuerzas políticas unionistas (todas las derechas a las que se suman ciertos sectores del PSOE) la derogación de la nueva ley educativa en cuanto la izquierda pierda su actual frágil mayoría.

Rafael Feito es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.

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