Leila Guerriero: “Me indigna un poco que la gente descubra ahora cuán desigual es el mundo”
La autora habla sobre el trabajo desde casa y sus escapes culinarios durante la pandemia, a propósito del lanzamiento en México de ‘Teoría de la gravedad’, su libro más reciente
La periodista argentina Leila Guerriero (Junín, 1967) habita desde hace varios meses en lo que ella llama el universo Zoom. Da “talleres por Zoom, conferencias por Zoom, clases por Zoom y entrevistas por Zoom”, mientras pasa esta cuarentena en su casa de Buenos Aires. Mientras responde esta entrevista por teléfono, las mascotas se pasean con curiosidad, las parejas de los participantes trabajan y se van a trabajar, y hay que echar un vistazo a la estufa para que no se queme la comida. Es en la cocina donde Guerriero encuentra un refugio a lo que, hasta comienzos de 2020, era una rutina frenética: un paseo de varios años por aeropuertos de Latinoamérica y Europa, con cenas al pie del minibar, llamadas a casa que se cortan cuando no hay buena señal y apuntes que se escriben con los bolígrafos que regalan los hoteles. Hoy, esa rutina está trastocada. Pero los escapes culinarios de la autora permanecen.
La conversación discurre entre postres y hastío por el confinamiento. Leila Guerriero se reconoce como una mujer solitaria que disfruta de correr y salir a caminar, pero que ahora primordialmente se mueve entre libros que ya leyó, que nunca terminó de leer y que le ayudan a entender un futuro incierto. Es a propósito del lanzamiento en México de su último libro que Guerriero habla de crisis sanitarias, económicas, políticas y personales. Pandemias nuevas y pandemias permanentes. Teoría de la gravedad (Libros del asteroide), una antología de las columnas que ha publicado en este periódico en los últimos años, ofrece una mirada íntima al pozo emocional de la autora con relatos sobre la pérdida, la memoria, los anhelos y la relación con el otro. Son textos que apelan a sentimientos y sensaciones universales, justo cuando nuestra mirada, dice, se ha vuelto más “parroquial” y cuando el cuerpo de los otros parece un terreno inaccesible.
Hacerle una entrevista es saber que ella será la que termine haciendo las preguntas. Las palabras son las poleas detrás del acto de escapismo de Leila Guerriero. Justo cuando ella parece más desnuda, cuando todo está servido para asomarse a la vida de ella y de los otros, el lector se dará cuenta más pronto que tarde de que es él mismo quien está parado frente al espejo. “Alguien que termine este libro y piense que sabe algo de mí, tendría una lectura muy errada”, advierte. Lo que sigue es una versión condensada y editada de sus respuestas.
Pregunta. ¿Ha descubierto algo sobre usted que no sabía durante la pandemia?
Respuesta. La verdad es que no. Me conozco poco, pero me tengo muy bien analizada. Uno siempre es un poco insondable, incomprensible o demasiado complejo. Me vi reaccionar en esta situación como siempre he reaccionado durante las emergencias: con mucha cabeza fría, mucho ánimo, mucha fortaleza, mucho sentido de la previsión en plan Titanic.
Me indigna un poco que la gente descubra ahora cuán desigual es el mundo y lo frágil que es todo. Los periodistas venimos escribiendo hace décadas sobre la desigualdad, la pobreza y el hambre. A mí la verdad me llena de ira que la gente diga que esto nos sirvió para darnos cuenta. Me parece de mal gusto decir eso.
Y sobre todo lo demás de que la gente descubre la cocina y qué sé yo, la verdad confieso que toda la vida me ha gustado mucho cocinar. Tengo todo un mueble repleto de libros de cocina y recorto las recetas de las revistas que me interesan. Las colecciono, las hago, las pruebo. Eso para mí no es nuevo, pero es lindo porque puedo cocinar todas las noches en mi casa. Cuando viajaba me faltaba mucho eso.
P. ¿Qué es lo que más le gusta cocinar?
R. De todo. Algo nuevo, te diría. Cuando ya lo sé hacer, me aburro. Aunque hay una satisfacción particular, debo confesar, cuando hago alguna cosa dulce. La pastelería es difícil, no soy buena con eso. Entonces, cuando hago un budín y queda bárbaro, ay… —dice con un largo suspiro, y después remata orgullosa— no puedo explicarlo. En general, todo lo que sea amasado o levado, siento que estoy al borde del desastre: puede salir bien o puede ser un horror.
P. Es curioso que diga eso, porque usted ha escrito que amasar se parece mucho a escribir…
R. ¡Es que precisamente es eso! Con las dos cosas uno siente que está al borde. Siempre salió bien, pero ahora va a salir mal. Es lo que siento cuando me siento a escribir. Y lo otro es como “salió bien hasta ahora, pero es posible que nunca vuelva a salir bien”.
El otro día hice un pan con una harina integral de trigo que no se consigue fácilmente y me quedó perfecto. Una semana más tarde, me quedó normalísimo. Quedó bien, pero no era el mismo pan. Vos decís “¿qué pasó?”. Son mis mismos dedos, la misma sal, la misma manteca, lo mismo todo y es otra historia.
P. Volviendo a la pandemia, ¿usted cree que las crisis en América Latina ya se han vuelto cotidianas? ¿Nos hemos acostumbrado?
R. Sí, me parece que la crisis es como el telón de fondo. Cada tanto, acá en Argentina se habla de una nueva generación que se va a vivir afuera, harta de vivir en la crisis. Se habla de una crisis cíclica, que cada 10 años hay una crisis en la que todo lo que uno logró se pierde. Lo que lamento un poco es la palabra “costumbre”. Visto desde acá, todo lo que se dice en Europa del Estado de bienestar, por ejemplo, parece tan lejano como Saturno.
Creo que América Latina es una región repleta de crisis de todo tipo: sociales, políticas… Vos imaginate para los chilenos lo difícil que es ahora estar en esta situación de pandemia, habiendo salido de un conflicto social. Con un presidente como Piñera que tenía su imagen y aprobación por el piso. Es de este presidente de quien tienen que recibir órdenes y medidas completamente antipáticas. Pongo el ejemplo de Chile porque son como crisis que se montan a otras crisis todo el tiempo. Y porque Chile parecía el alumno mejor comportado de la región… Es una región muy difícil y desenredar ese enredo resulta atractivo y estimulante. El nivel de periodismo que hay en América Latina quizás tiene que ver con ese conflicto permanente, donde hay 1.500 millones de historias para contar. Quizás podríamos hacer un canje, tener un periodismo menos interesante y una vida más tranquila.
P. ¿Qué es lo que le preocupa más de la pandemia en Latinoamérica?
R. Me preocupa, en general, cómo nos hemos vuelto tan provincianos todos. Cuando la epidemia estaba con el pico en Europa, los diarios europeos publicaban cada uno noticias de su país. Los diarios franceses hablaban de Francia y los españoles, de España. Creo que ahora en América Latina está pasando exactamente lo mismo. Me parece que los diarios se han vuelto sumamente localistas. Casi todo es el virus y todo lo demás ha desaparecido.
Me preocupa mucho, además, cómo en nuestro continente hay temas sumamente endémicos y pandémicos como la corrupción, por ejemplo, que han desaparecido completamente del tratamiento que se les estaba dando en los diarios. Parece que nada pasara, salvo lo que pasa dentro de cada país y sobre todo lo que pasa con el virus. Veo también que cada país toma caminos completamente disímiles. Viéndolo desde fuera uno se pregunta, ¿es posible que haya 20 países y 20 estrategias distintas para lo mismo? Del caso de Brasil, ni hablar.
P. Usted ha dicho que escribe para tratar de entender el caos que la rodea. Hoy el mundo parece estar en una versión aún más caótica…
R. Me parece que es muy difícil reflexionar tanto sobre un tema que es tan invasivo, enorme y con el que cuesta tanto tener distancia. Creo que se necesita un poco más de distancia para poder contar este caos. Yo escribo para entender, pero escribir es también una forma de pensar. Agradezco a todos los que hacen el esfuerzo por hacerlo y leo todas las cosas que escriben, pero a mí me resulta difícil. Yo prefiero siempre llegar un poco tarde, tomar distancia, ver después, cuando la cosa pasa.
Estoy iracunda con el lenguaje que se está usando con la gente que se ha contagiado del virus, como si la gente hubiera salido a buscar el virus. Son casi culpables de haberse contagiado. Susan Sontag lo decía en su libro La enfermedad y sus metáforas. Los enfermos son casi culpables de desarrollar un cáncer por tener mal humor, por no saber drenar psicológicamente lo que les pasa y acá es lo mismo.
P. ¿Le parece que el encierro y la comunicación virtual ha vuelto todo más artificial?
R. Sí, no hay manera en que no se transforme en eso porque estamos viviendo en un mundo de dos dimensiones. Todos estamos mirándonos en las pantallitas del Zoom o vamos a terapia con Skype. Por otra parte, para mucha gente esa es la única ventana que tienen. No puedo ponerme crítica con ellos, si se trata de un último recurso. De alguna forma, es como sacar la cabeza del agua y respirar.
A mí me gustaría pensar que todo esto se entiende bajo el concepto de la palabra emergencia, que no debería de durar ni un minuto más cuando todo esto termine. Aunque sé que no va a haber ese borde tan claro. Y precisamente ese borde no tan claro me preocupa. ¿Cuál es la fantasía de la gente? “Ah, salió la vacuna, listo, voy a salir a comprármela en la farmacia”. Sabemos que no va a ser así. No va a haber vacunas disponibles inmediatamente para todo el mundo.
Ese borde tan desdibujado tiene que ver con que hay muchas costumbres que para mucha gente van a ser muy convenientes y para muchos de nosotros no van a ser nada convenientes, pero se van a quedar instaladas. Esa virtualidad, entre otras cosas. Lo otro que va a pasar es esta cosa del teletrabajo. Los empleados, cada uno en su casa, pagando su propio Internet, su propio gas, su propia agua. Sin tomar en cuenta que a las personas se les dificulta muchísimo trabajar desde casa, primeramente, porque no tienen un lugar para hacerlo. Para la gente que tiene chicos, por ejemplo, y que ahora está enloqueciendo con el tema de las clases es una situación muy compleja. No le puedes decir a tu niño que de las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde “papá y mamá están trabajando” y que no te pueden hablar.
P. Y se trabaja muchísimo más…
R. Yo estoy trabajando, de reloj, 14 horas por día. Es una barbaridad. Yo siempre he trabajado mucho, pero esto ya es una desconsideración.
Aquí hay dos posibilidades. Bifo, el filósofo italiano [Franco Berardi], decía que quizá este exceso de virtualidad produzca un hartazgo, como la evidencia de que sí necesitamos estar con la gente. La otra es que este borde termine por ser tan difuso, que varias cuestiones terminen instalándose, que un entrevistado solo te deje hablar por Zoom o que Harvard y el MIT sigan existiendo, pero que sea tan hipermegacarísimo porque hay que ir, que nadie pueda ir. Que ir y estar se conviertan en una cosa de elite. Del que está vacunado, del que pueda pagarlo. Eso me parece grave.
Me parece, incluso, que en el esfuerzo que hacemos en el Zoom por intentar borronear esa evidencia de que no estamos ahí, se nos va mucha de la energía que antes poníamos en vivo. Seis horas en vivo te cansan menos que tres horas en el Zoom. Yo creo que es porque es muy vampírica la vida, porque también hay un miedo al silencio.
La otra vez hablaba con Martín Kohan, un espléndido escritor argentino, y me decía: “Yo al Zoom no lo comparo con las clases, lo comparo con nada. Entonces entre la nada y el Zoom, elijo el Zoom, pero esto no va a durar un minuto más de lo necesario”. Coincido con Martín, lo aplaudo y me subo a ese barco.
Babelia
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