Simulacro
Parecían burlas disparadas desde un pasado feliz al que no le había prestado atención. Todo me lastimaba
TODO ERA un simulacro.
Yo llevaba meses lejos de casa. Con intervalos breves, con pequeñas arritmias de cotidianeidad falsa: dos o tres días en los que simulaba amasar el pan, hacer las compras, hablar con la mujer que me vende el pescado sonriendo con amabilidad de yeso.
Todo era mentira, era corrupto, era evidentemente falso. Falso de una manera tosca, burda, pero sólo yo parecía darme cuenta. Llevaba meses dando vueltas con una maleta que era también mi lápida, cabalgando los mismos aeropuertos, descendiendo en las mismas ciudades como un cóndor gastado, repitiendo las mismas cosas, insuflando —en aulas de clase, en salones de conferencias, en entrevistas— un entusiasmo tan genuino como ortopédico en gente que parecía necesitarlo desesperadamente y que preguntaba cosas como “¿Cuál es el futuro del periodismo?”, “¿Por qué vale la pena seguir haciendo esto que hace?”. A veces —en Medellín, en Montevideo, en Santiago, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Lima, en México— sentía, dentro de mí, la ira de los locos: un deseo de decirles váyanse, fuera de aquí, qué esperan que haga, dejen de pedir.
Era 50 kilos de carne revestida por una capa de indiferencia revestida por una capa de voluntad revestida por una capa de buena educación. ¿Cuántos, de los que me veían, eran capaces de ver eso? Yo no los dejaba.
Y todo era un disfraz. Llevaba meses usando las mismas cuatro camisetas lavadas por las mismas lavanderías de hotel —ese olor incrustado en la tela, el olor de la impersonalidad, del masaje acuático de lavadoras muertas—, los mismos jeans, los mismos suéteres. Del invierno al verano y otra vez al invierno. De la feria al congreso y de allí a la universidad. Viajando por América Latina y por Europa, hablando con el hombre con quien vivo a través de aplicaciones que traían su voz entrecortada como en una comunicación llegada desde Marte (a veces él hacía que una de las gatas que viven en casa maullara y yo grababa ese maullido en la memoria y lo recordaba en patético loop durante un rato). Comiendo queso y paltas y papayas que guardaba en las heladeras jibarizadas de los hoteles —“¿Ha tenido algún consumo del minibar?”—, y abriendo a última hora de la tarde la puerta al ama de llaves que decía: “¿Le preparo su cuarto para que descanse?”, en un tono que me daba ganas de abrazarla y llorar. Pero no lloraba. Andaba por ahí, con un pasado que parecía haberse desvanecido y dirigiéndome como un proyectil hacia un futuro que me interesaba poco. Dando noticias a los míos desde ciudades difíciles: “Acá quemaron un hotel, pero no te preocupes, está lejos de donde estoy”. “No sé si voy a poder volver porque tomaron el aeropuerto”.
Mes a mes, al llamar a mi casa, en Buenos Aires, escuchaba el rugido lento del fin del invierno, del primer verano. Al cortar me quedaba mirando la pantalla del ordenador como si me hubiera desenganchado del hilo que me ataba a la Tierra o a la salud y me sentía como un astronauta perdiéndose en el espacio profundo.
Un día recibí un correo de mi padre. Lo leí en un ático hermoso mientras la lluvia se deslizaba con tristeza inservible sobre los vidrios de las ventanas. Sentía un dolor tan fuerte que parecía un órgano, como el hígado, el páncreas, los riñones. El correo decía: “Me puso contento tu e-mail. Cuidate. Parece que el diablo salió al mundo, como decían tus abuelos. No tengo temor por vos. Sé que sabés tomar precauciones. De todas maneras te esperamos cuanto antes”. Después de leerlo salí a caminar. Estaba en una ciudad de Europa. Había, por todas partes, luminarias de Navidad. Caminé muchas cuadras. Pasé por plazas, cafés, restaurantes con las mesas listas, las luces dulces, los cubiertos brillando como si tuvieran esperanza. Parecían burlas disparadas desde un pasado feliz al que no le había prestado atención. Todo me lastimaba: los anuncios de comida, los padres con sus hijos. Estaba llena de soledad y de agua mala. Me detuve ante un semáforo. Cuando se puso en verde crucé. Y entonces hice un gesto que llevaba 90 años sin hacer: alcé los hombros y sacudí el cuello con vehemencia para apartarme el pelo de la cara. Ese gesto fósil —ese brío, esa furia altiva— me dejó paralizada. Me detuve en seco y tuve un pensamiento horrible. ¿cómo era yo cuando estaba viva?
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