Licuadas
Celeste Carballo tenía razón. Había hecho lo que ahora detesto: señalar a mujeres sólo por el hecho de ser mujeres
ERA 1997. O 1998. En todo caso, yo llevaba cinco o seis años trabajando como periodista, de modo que no puede alegarse, en mi defensa, ingenuidad. Era, simplemente, ciega. Iba a recitales de rock en sitios que ya no existen, un laberinto de sótanos húmedos que anunciaban los shows con volantes borrosos fotocopiados en blanco y negro. Era un mundo de machos alfa, de veleidosos varones ásperos, de guitarristas que se aferraban al instrumento con lascivia deportiva, de bateros con vocación de fauno. Y en ese paisaje rígido de testosterona comenzaron a aparecer, poco a poco, más mujeres. Cantantes, bandas enteras. Yo trabajaba en el dominical de un diario argentino y propuse escribir un artículo acerca del “fenómeno”: la incipiente abundancia femenina en el rock de acá. Me dijeron que sí. Hice una lista —pioneras, generaciones intermedias, recién llegadas— y empecé a trabajar. Todo iba bien hasta que llamé a Celeste Carballo.
Celeste Carballo era —es— una mujer de voz portentosa. Había grabado en 1982 un disco —Me vuelvo cada día más loca— que formaba parte de la banda de sonido de un par de generaciones. La llamé, atendió, le expliqué el motivo de mi llamado. Demoró dos segundos en mandarme al carajo. Dijo que por culpa de periodistas como yo, que teníamos una mirada zoológica sobre las mujeres y las amontonábamos en artículos como si fueran un “fenómeno” y no seres singulares con historias y estilos distintos, estábamos como estábamos; que no sólo no se iba a prestar a ser parte de algo tan despreciable y machista, sino que me conminaba a no seguir adelante con un artículo que, queriendo exaltar a las mujeres, las denigraba. Y cortó. Quedé ungida de una furia violenta, predadora. Mi editor, para calmarme, me arrastró hasta la máquina del pasillo y me compró un té. Yo estaba incendiariamente convencida de que el mío era un artículo serio, repleto de buenas intenciones y, además, necesario. De modo que lo publiqué.
Por supuesto, Celeste Carballo tenía razón: yo era una imbécil. Había hecho lo que ahora detesto: señalar a mujeres que realizan actividades para las que obviamente están capacitadas sólo por el hecho de ser mujeres: “¡Miren: ellas también pueden conducir tractores, resolver ecuaciones, viajar al espacio, tocar la guitarra!”.
Recordé ahora mi “momento Celeste Carballo” porque los primeros días de noviembre, en un lapso de tiempo muy corto, varias escritoras argentinas ganaron premios: María Gainza el Sor Juana, en México; Mariana Enríquez el Herralde de Novela, en España; Selva Almada el First Book Award, en Edimburgo. Poco después, y con perdón, se anunció que yo misma había ganado el Manuel Vázquez Montalbán en España. El hecho de que cuatro argentinas fueran premiadas en una semana hizo que los medios recordaran que este mismo año Claudia Piñeiro había ganado el Blue Metropolis, en Canadá; María Moreno el Manuel Rojas, en Chile; Ángela Pradelli el People’s Literature Press, en Shanghái, y Luisa Valenzuela el Carlos Fuentes, en México. Entonces sobrevino la multiplicación de los artículos. Fueron diversos, todos centrados en estas ideas: “El gran momento de las escritoras argentinas” y “El gran momento de la literatura argentina escrita por mujeres”. Eran elogiosos. Encomiables. Lindos. Repletos de buenas intenciones. Pero yo no podía dejar de pensar que, si cuatro u ocho varones hubieran ganado premios como esos, nadie hubiera hablado de “El gran momento de la literatura argentina escrita por varones” sino, más bien, de “El gran momento de la literatura argentina”. A lo macho y a lo grande.
No voy a hablar de mí, sino de ellas: son autoras admirables que construyen su obra desde hace años con, supongo, paciencia, tesón, quizá peripecias. Pero ¿qué une la glaseada oscuridad de Mariana Enríquez con la delicadeza de sauce de María Gainza con la frontalidad exacerbada y a la vez esquiva de María Moreno con la parquedad de Selva Almada, etcétera? Yo no lo sé. Tienen en común unas hormonas. Y un país. Cosa que, en un mundo dispuesto a defender la identidad de formas cada vez más repulsivas, debería empezar a ser irrelevante.
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