Un adulto ‘infiltrado’ en la escuela infantil
Los primeros contactos de un niño con los otros, con sus iguales, son primordiales en la socialización de las personas
No sé si las investigaciones me acompañan, pero siempre he conceptualizado a los bebés como pequeños e inocentes neoliberales, tendentes al egoísmo, no muy dados a compartir ni a tener en cuenta a los demás. Solo les importa su supervivencia… pero son tan adorables que nos da igual. Además, son los portadores de nuestra carga genética y objeto de nuestros mimos. Luego, mediante ese proceso que llamamos educación, los vamos convirtiendo en florecientes socialdemócratas y fans de la Agenda 2030, es decir, civilizándolos y preparándolos para la vida en común. Eso comienza en la escuela infantil. Sí, tendrán que pagar el IRPF, igual que ahora tienen que compartir el muñeco con el de al lado.
Mi hija, que tiene 14 meses, ha empezado a asistir a la escuelita y durante el periodo de adaptación la he acompañado: una oportunidad irrepetible para infiltrarse en el mundo secreto de los niños más pequeños, un mundo de alfombras, cojines, pequeñas canciones y objetos de madera, un mundo normalmente vedado a los adultos. Aitor es suave y educado, aunque, a veces, la lía parda. Ramón es de carácter melancólico y tiende al llanto. Aurelia es muy habladora y curiosa. Elisa es callada, se comunica a través de su mirada soñadora. Son mis nuevos amigos. Todos tienen menos de tres años.
Durante unas cuantas mañanas, tratando de pasar desapercibido, disimulando todo el rato como un agente secreto de mediana edad, me he sentado en el suelo a ver cómo los niños interactúan, cómo se conforma una sociedad en miniatura, cómo Candela se va enterando de que hay otros como ella, sus iguales, con iguales mocos colgando. Quién diría, viendo estos extraños lugares que son las escuelas infantiles, donde todo es blando y propicio, que aquí es donde se forjan las sociedades del mañana, que tan poco blandas se prevé que sean. Supongo que hay un momento en los años siguientes en los que todo se vuelve hostil.
Muy a mi pesar, soy una persona bastante individualista, no solo porque soy hijo único, sino porque no asistí a la guardería (entonces se iba a la guardería y no a la escuela infantil). El primer día que me depositaron en aquel territorio extraño, lleno de muñecos, dibujos y, ¡horror!, otros niños, monté tal espectáculo que nunca más se me vio por allí. Cuando me tocó escolarizarme costó bastante: algunos amigos que conservo desde los cinco años aún recuerdan mi desesperación como un hito, los gritos rompiendo tímpanos, mi violencia desatada contra las piernas de las profesoras de preescolar, como si estuvieran deteniendo a un terrorista, y los numerosos días de furia hasta que fui domesticado.
Aun así, nunca me gustó ir al colegio, siempre me provocó una humedad interior, y cuando llegó la universidad hice la carrera más o menos a distancia, sin pisar apenas las aulas ni conocer a demasiadas personas. Al embarcarme en la vida laboral siempre preferí ser autónomo a acudir a oficinas y redacciones, y todavía hoy, cuando lo hago, me resulta bastante traumático. Este celo por mi autonomía y domesticidad me viene, según alguna de mis psicoterapeutas, de esa socialización defectuosa en la infancia. Cuando voy en metro al trabajo sigo sintiendo en el estómago un remanente de aquellas angustias: quiero volver a casa, con mamá, aunque mamá haya muerto.
A Candela no le pasará lo mismo, espero. En la escuelita, en el mundo de la infancia extrema, observo la fugacidad de la atención de los niños y sus relaciones: son como bolas de billar trazando trayectorias aleatorias y chocando aquí y allá por un instante. Candela gatea a coger una pelota que le dura tres segundos, y luego toca un momento la pierna de Ramón y Ramón reacciona diciendo algo ininteligible, y luego Aitor aparece y, sin querer, le propina un pequeño golpe con un camión de la basura (de juguete, se entiende), y entonces Candela llora con cierta intensidad durante unos siete segundos, hasta que se ve entretenida por Aurelia, que se intenta poner de pie agarrada a un cajón. Una coreografía ideada por un demente.
Es una falta de concentración muy parecida a la que los adultos practicamos en el mundo digital, picoteando de aquí y allá, en multitarea, infoxicados. Las profes demuestran gran templanza controlando esta situación delirante que evoluciona todo el rato de forma impredecible y tratan a estos pequeñuelos con el mismo respeto con el que se trata a un adulto: ni una palabra más alta que otra, ni ese tono infantil y condescendiente, las peticiones perfectamente justificadas y explicadas, nada es porque sí, el por favor y las gracias. Ojalá me trataran a mí así los mayores.
Yo solo estoy allí acompañando a Candela y, desde un perfil muy bajo, de observador internacional, intervengo solo cuando Candela viene a mí. El momento crucial es cuando ensayamos pequeñas despedidas. Entonces, me dicen las profes, tengo que explicarle de forma asertiva a Candela que me voy a ir a un rato, pero que luego regreso (“papá siempre vuelve”, es un mantra en este lugar). Así que salgo 10 minutos, y aunque Candela llora un poco, pronto se vuelve a concentrar en tareas tan absorbentes como sacar una bola de madera de una caja o gatear por dentro de un túnel. Yo la observo desde fuera, escondido, a través de una esquina del cristal de la puerta. Nos da un poco de rabia secreta que se acostumbre tan rápido a estar sin nosotros, que no nos eche más de menos y arda Troya en nuestra ausencia, pero enseguida me obligo a pensar en lo bueno de todo esto: que será buena persona y mejor ciudadana.
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