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Duelo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El duelo: cuando los bebés llegan y los abuelos se van

Lo que es ley de vida, que unas generaciones nazcan y otras mueran, puede producir en quien está en medio un choque de sentimientos difícil de manejar

Un abuelo le da la mano a su nieto.
Un abuelo le da la mano a su nieto.Xabier Artola Zubillaga (Getty Images)
Sergio C. Fanjul

Al poco de nacer mi hija, a mi madre le fue diagnosticado un agresivo cáncer de páncreas, de modo que solo compartieron su estancia en el mundo durante 10 meses. Presenciamos, algo atónitos, cómo Marisa y Candela se daban el relevo en la existencia.

Todavía no tenemos claro si esa coincidencia fue una maldición o una bendición. Por un lado, la presencia del bebé hizo mucho más llevadera la enfermedad de mamá. Candela le dio un incentivo para soportar las penalidades, sobre todo emocionales, de la cercanía de la muerte. Era verla, tocarla, observar sus juegos y ruiditos, y se le olvidaban todos los males, como si ninguna célula maligna se estuviera reproduciendo por dentro. Se pasaba el día pidiendo videos de la nieta, viéndolos una y otra vez y enviándoselos compulsivamente a familiares y amigos, llena de orgullo.

Algo similar había ocurrido cuando yo nací. Mi madre siempre me relataba la alegría que le había dado mi nacimiento a mi abuela materna, cómo mi presencia algodonosa le había proporcionado una razón para terminar de vivir. Esa historia me llenaba de un extraño orgullo, como si nada más nacer ya hubiera yo cumplido una primera misión en la vida. No pudo la abuela disfrutar mucho del bebé, porque cuando tenía 18 meses una trombosis se la llevó. No conocí a mis abuelos. O murieron antes de que yo naciera, o cuando yo era solo un niño. Apenas queda algún recuerdo borroso y fantasmal perdido por ahí. No imaginábamos que la historia de mi madre con mi hija sería similar.

Mamá se fue en paz sabiendo que yo había formado una familia y que su legado genético perduraría en Candela, así como su memoria. También a mí me dio paz que mamá se fuera al otro mundo con estas certezas, como si cerrase su ciclo vital, como si ya hubiese hecho todo lo que tenía que hacer en esta parte cognoscible de la existencia. Mamá pudo saber, al menos por un rato, lo que se siente siendo abuela. La “abu”, como quería que Candela la llamase cuando conquistase el habla.

Pero, por otro lado, nos embargaba un hondo sentimiento de injusticia: el tener que coordinar en esos meses la infinita alegría por la llegada de Candela con la infinita tristeza por la partida de mamá. Me enfadaba esa coincidencia fatal, cuando por edad (teniendo en cuenta la esperanza de vida media), y dado el saludable estilo de vida que había practicado, mamá podría haber conocido a su nieta hasta los 10 años, o incluso hasta la adolescencia, que eran los cálculos que yo había hecho antes de la llegada del adenocarcinoma pancreático. Pero la vida siempre se empeña en arruinar nuestras previsiones. Candela será ya para mamá un bebé, así quedará grabada en su memoria ultraterrena, si es que los muertos tienen memoria. No la verá crecer. Candela nunca la recordará más allá de nuestras fotos y nuestros cuentos.

Una ausencia aún más grande

Cuando mamá acabó de morir apareció el duelo, una ausencia aún más grande que la que había previsto, ocupado como había estado en el día a día del acompañamiento hacia la muerte: pruebas, médicos, hospitales, mensajes, amigos, funerales. Cuando todo esto pasó, y llegué a casa después de dejar sus cenizas en el cementerio de Moreda (Asturias), la realidad me golpeó como un muro de hormigón. Mamá no volvería a estar, mamá no volvería a llamar, mamá había perdido su existencia. Y eso me resultaba, no solo doloroso, sino completamente inverosímil.

Y ahí seguía Candela, después de toda la vorágine de la muerte, que tanto protagonismo le había robado, ahí seguía, reptando por el suelo, haciendo simpáticos movimientos con la manita, poniéndose perdida al comer trozos de fruta, siendo extremadamente adorable. Muchas personas bienintencionadas me dijeron que lo mejor para sobrellevar el luto era volcarme en la niña, que me quitaría todas las penas. Sin embargo, de pronto, la visión de Candela me causaba más pena todavía, me recordaba cuánto la quería mi madre, la injusticia de su muerte, cómo le hubiera gustado verla crecer. Y me apetecía todo el rato mandarle fotos del bebé al WhatsApp, unas fotos que ya nadie vería al otro lado.

Además, me resultaba molesto que, estando yo hundido en un pozo de tristeza, Candela estuviera tan contenta, como si tal cosa. Sabía perfectamente que un bebé de su edad es completamente inconsciente del drama circundante, pero había algo dentro de mí que se revolvía contra eso, contra su indiferencia, contra su más profunda y feliz infancia. Cómo podía compaginar yo mi duelo con los juegos y las carantoñas a Candela, cómo podía yo transitar con naturalidad de un estado emocional a otro. Necesitaba paz y silencio, pensar en mamá, en su marcha repentina, recomponer el mundo, descansar. Pero Candela solo provocaba ruido, un ruido alegre, pero ruido al fin y al cabo, como una fiesta en un cementerio.

Me preocupó este choque de sentimientos difícil de manejar. Me preocupó no recuperar nunca más el inocente estado de padre obnubilado. Finalmente, el tiempo, que todo lo destruye, pero que también todo lo arregla, puso las cosas en su sitio. Ahora me alegra pensar que mamá, de alguna manera, se ha fundido en Candela, y cuando veo en el rostro de Candela el parecido con mi madre, empieza a asomar una tímida alegría, que deseo que se ponga en el cenit como el sol algunos mediodías.

Candela llegó y mamá se fue. Cada una de ellas se ha perdido a la otra. Es ley de vida, como suele decirse, que estas cosas ocurran. Pero como me dijo una amiga, que es diputada, “la ley de vida es una ley que deberíamos derogar”.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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