Mi hija es única, pero… ¿Será hija única?
Proliferan las familias con un solo bebé por las mismas razones por las que la natalidad es baja: no hay tiempo, no hay dinero, tampoco hay muchas ganas
Cuando de niño jugaba por casa a las carreras de coches, mi coche siempre ganaba. Nadie taponaba mis tiros cuando lanzaba a la pequeña canasta de juguete que tenía en la pared. Yo mismo me daba la réplica cuando jugaba con los muñecos, y la historia transcurría en mis propios términos, porque fui, soy, hijo único. En casa siempre jugaba solo. A veces, estando solo, ni siquiera me hacía falta jugar físicamente: me bastaba con imaginarme la historia, plácidamente tumbado: total, no había nadie con quien interactuar. Quizás de ahí viene mi actual gusto por la posición horizontal.
Había momentos en los que añoraba tener una familia normativa, con dos progenitores y un par de hermanos, como las de las sitcoms que veía en la tele de los ochenta, pero no me causó especial perjuicio ser hijo único. Es más, lo viví como un privilegio: me parecía odiosa la idea de tener que compartir la atención de mi madre con otras personas. Me sentía especial. Mi madre, antes de nacer yo, había intentado tener otros hijos, pero los había perdido. No sé si de haber nacido ellos hubiera llegado yo a nacer o si, por el contrario, se hubiera completado el cupo. Si me hubiera quedado en el plano de la inexistencia o si me hubiera materializado en uno de aquellos cuerpos sí nacidos. Pero eso es filosofía. En fin: que nunca me pareció mal plan ser hijo único, una presentación de la especie humana en monodosis. El protagonista de la película Hijo único como Robert de Niro, como Barack Obama, como Aitana de OT.
Dicen que ser hijo único confiere ciertas características a la personalidad. Ser más creativo (por aquello de jugar solo, supongo) y, por razones obvias, más independiente: yo me encuentro bastante cómodo en la soledad, si esta no se vuelve cósmica. Una independencia que puede rayar en el egoísmo, la falta de interés por los demás, en una menor tendencia a compartir, que es amar, o a trabajar en equipo. Las malas lenguas dicen que somos mimados y caprichosos. Bah, son fake news. Los hijos únicos, además, no hemos experimentado en primera persona lo que es la fraternidad, porque no hemos tenido hermanos. Si lo pienso, me resultaría extraña la existencia de otro ser que también fuera hijo de mis padres. Me parecería un usurpador. Los hijos únicos a veces se aburren (o, al menos, se aburrían en tiempos menos entretenidos), pero aburrirse es una sana costumbre en peligro de extinción.
Ahora soy padre de la que, por ahora, es una hija única. No sabemos si lo seguirá siendo. De Candela se ha dicho que es una “niña trampa”, un epíteto que desconocía hasta que conocí a la propia Candela. Trampa no en el sentido de que la líe parda o que te engatuse con sus engaños, sino en el mejor de los sentidos: que es tan inocente y candorosa que te dan ganas de tener otro vástago. Que te deja con ganas de repetir.
Sin embargo, no está claro que vaya a tener hermanos. A veces tenemos claro que sí, otras veces nos parece, sencillamente, inviable. A veces nos gustaría que Candela tuviera un hermano, para que no estuviera sola, ni ahora ni en el futuro hostil que se presenta, pero otras pensamos que es una privilegiada teniendo toda nuestra atención (y nuestra herencia). Qué pena da cuando al primogénito le nace un hermanito y se muere de celos. Además, si nos resulta difícil criar a Candela, no nos podemos imaginar cómo será teniendo dos: dicen que el trabajo no se duplica, sino que se multiplica por 10. Quizás estemos mejor así, los tres, más tranquilitos.
Los hijos únicos están proliferando en España: si antes eran (éramos) la rareza, ahora tienen (tenemos) visos de convertirse (convertirnos) en la norma. El Índice de Fecundidad (número medio de hijos por mujer) fue 1,19 en 2021, es decir, no se están reponiendo los españoles en las nuevas generaciones. Falta gente, aunque en el planeta sobra. Las razones del aumento de los hijos únicos, son, grosso modo, las mismas que las de la baja natalidad: no hay buenas condiciones económicas, no hay trabajo, no hay posibilidad de emanciparse joven, los alquileres están por las nubes, se nos impone una vida llena de experiencias y aventuras y un fuerte desempeño profesional, el trabajo es cada vez más absorbente y conciliar es difícil, etcétera. O sea: no hay dinero, no hay tiempo, tampoco hay muchas ganas. Hay quien prefiere, cosa muy respetable, tener una mascota y llevarla a la peluquería.
Ni las condiciones materiales ni las culturales acompañan en una sociedad donde se prima la producción y el consumo frente a la reproducción, que es arrinconada y casi mal vista. La proliferación de hijos únicos, la baja natalidad, lleva a difíciles consecuencias demográficas: un país con cada vez menos jóvenes es cada vez más difícil de mantener. Habrá mucha gente a la que cuidar y poca gente que la cuide. La pirámide demográfica, que se va poniendo al revés, con el peso tan mal repartido, se derrumba por el efecto ciego de la gravedad social. Qué pensará Candela cuando desarrolle sus propias ideas demográficas.
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