El día en que Hillary Clinton derrotó a Trump y otros discursos que jamás se pronunciaron
De las palabras que dijo la primera presidenta de EE UU a lo que escribió Eisenhower en previsión de la derrota aliada el Día D, un libro de Jeff Nussbaum reúne discursos históricos que nunca ocurrieron
La noche en que ganó las elecciones, Hillary Clinton celebró su aplastante victoria sobre Donald Trump con un mensaje conciliador: “No seremos más un país de ‘nosotros contra ellos’. El sueño americano es suficientemente grande para todos”. Las disculpas que el presidente Dwight Eisenhower ofreció al final del 6 de junio de 1944, después de que los aliados fracasaran en el desembarco de Normandía, cupieron en una cuartilla manuscrita que terminaba así: “[Los soldados] se comportaron con la máxima valentía y devoción al deber. Si hay alguna culpa o fallo en el intento, fue toda mía”. Y en octubre de 1962, en pleno apogeo de la tensión por la crisis de los misiles, Kennedy se dirigió a sus “compatriotas” para justificar una de sus decisiones más difíciles: “Con el corazón apesadumbrado, y en cumplimiento de mi juramento, he ordenado operaciones militares, solo con armas convencionales, para eliminar una preocupante acumulación de armamento nuclear en suelo cubano”.
Salvo que usted acabe de despertar de un coma de décadas, sabrá que Clinton no se convirtió en 2016 en la primera presidenta de la historia de Estados Unidos, ni los nazis ganaron el Día D. Tampoco Kennedy bombardeó Cuba. Pero los discursos sí existieron. Escritos en previsión de lo que pudo ser, los tres forman parte del libro Undelivered: The Never-Heard Speeches That Would Have Rewritten History (No pronunciados: los discursos inéditos que pudieron reescribir la historia, Flatiron Books). En él, Jeff Nussbaum repasa el contenido y el contexto de una veintena de escritos que nunca vieron la luz: porque las previsiones cambiaron sobre la marcha, porque sus autores se lo pensaron mejor, porque la historia dio un dramático volantazo, o porque la muerte se interpuso en el camino de quienes iban a dictarlos, de Einstein a Pío XI, y de Roosevelt a Kennedy, que tenía previsto hablar a las fuerzas vivas de Dallas el día de su asesinato.
Nussbaum, redactor profesional de discursos “desde hace 25 años”, incluye, entre otros momentos estelares de la historia alternativa de la humanidad, las palabras con las que Richard Nixon iba anunciar su decisión de no dimitir (finalmente sí lo hizo, acosado por el escándalo del Watergate, en 1974), la disculpa en 1948 del emperador Hirohito al pueblo japonés por haberle metido en la Segunda Guerra Mundial o el rechazo de Eduardo VIII a abdicar en 1936 del trono británico tras conocerse su relación con Wallis Simpson.
“Veo el mundo a través de los discursos”, aclaró el autor a principios de agosto a EL PAÍS en una entrevista por videoconferencia. “Cualquiera que se dedique a esto sabe que casi por cada uno que se pronuncia hay otro que acaba en el cajón; a mí me interesaban estos últimos”, añadió, antes de contar un chiste gremial. Un redactor de discursos muere, y pide a San Pedro que le enseñe, por ese orden, el infierno y el cielo. El primero está lleno de tipos como él, que escriben contra el reloj. “¡Esa es mi peor pesadilla!”, exclama. En el cielo, la escena es la misma. “Pero esto es lo mismo que el infierno”, se queja. A lo que San Pedro responde: “¡Qué va! Aquí usamos lo que escriben”.
La obsesión de Nussbaum por los parlamentos sin pronunciar nació a un día y a una hora determinadas: “al final de la tarde del 7 de noviembre de 2000. Noche electoral”. “Recién licenciado”, había empezado a trabajar con Al Gore cuando este era vicepresidente. “Aquella jornada, escribimos hasta tres discursos distintos que nunca pronunció”, recuerda. Después de Gore, que perdió aquellas elecciones, ha trabajado para otros políticos. El último: Joe Biden, a cuya Administración se sumó tras su llegada a la Casa Blanca (dejó el trabajo poco antes de publicar su libro). Sobre su último jefe dice que “siempre se ha rodeado de buenos prosistas, como Antony Blinken [que escribió para él y ahora es su secretario de Estado] o Bruce Reed [actual subjefe de Gabinete]. Trabajábamos en un equipo de cinco o seis redactores. A veces con previsión. Otras no queda otra que correr para reaccionar ante un hecho concreto. Un discurso pasa por muchas manos, y una vez escrito lo revisan varios asesores, pero la decisión sobre lo que finalmente se dice es del orador”.
Así quedó demostrado en la octava sesión de la comisión que investiga el 6 de enero, en la que salió a la luz un vídeo en el que se ve a Donald Trump leer de una pantalla una torpe disculpa al día siguiente del ataque al Capitolio. “No quiero decir que la elección ha terminado”, zanjaba el magnate en la grabación. Sobre aquel momento en el que las interioridades de su trabajo quedaron al descubierto en horario de máxima audiencia, Nussbaum puntualizó tras la entrevista en un correo electrónico: “Es cuando un líder ve y tiene que pronunciar las palabras que le han preparado cuando terminan los debates y las discusiones internas y las ideas nebulosas se vuelven reales. Ahí se vio claro que Trump todavía no podía aceptar la realidad de su pérdida, ni condenar a los insurrectos que estaban profanando nuestra democracia en su nombre”.
De la capacidad oratoria de Biden, Nussbaum afirma, diplomático, que este “prefiere adoptar el tono de una conversación: quiere resultar cercano, para hacer entender a la gente sus logros. Eso a algunas personas les gusta más que a otras”. De Trump dice que “tiende más a la improvisación”. “Está demostrado que el estadounidense medio lee y procesa el lenguaje al nivel de un estudiante de octavo grado [13-14 años]. Él se expresa como un niño de cuarto [8-9]; el nivel más bajo de los últimos 15 presidentes. Lo cual, inevitablemente, hace que conecte con mucha gente”.
Undelivered admite varias lecturas. Es una breve introducción a la historia de una retórica tan vieja como la democracia estadounidense: “Alexander Hamilton ya ayudó a George Washington a escribir”, advierte Nussbaum sobre dos de los padres fundadores, “aunque la primera persona considerada como ‘redactor de discursos presidenciales’ fue un periodista llamado Judson Welliver, fichado en los años veinte por [el republicano] Warren G. Harding con el cargo de ‘empleado literario”. También abunda en consejos sobre el arte de fundir política y prosa. Por ejemplo: la superstición aconseja preparar un texto para admitir la derrota cuando se ha escrito otro para celebrar una victoria; es mejor evitar las formas pasivas (denotan falta de liderazgo); conviene saber que para que un discurso cale es tan importante la literatura como la ocasión en la que se pronuncia; y nunca hay que olvidar que los parlamentos tienen dos públicos, el del auditorio en el que se dictan y el exterior, “representado en los cámaras y reporteros al fondo de la sala”.
Aunque el consejo más importante tal vez sea el de observar la virtud de la modestia, para que no le pase a uno lo que a David Frum (hoy, editor sénior de la revista Atlantic). Frum dejó su trabajo en la Casa Blanca de Bush hijo después de que su mujer anduviera presumiendo por ahí de que había acuñado el afortunado término “eje del mal”. “No te dedicas a esto para embelesarte con tus propias palabras”, dice Nussbaum en la entrevista. El trabajo consiste en ayudar a la persona para la que estás escribiendo a sacar su mejor versión”. Por eso, añade, es importante establecer un vínculo con el poderoso para el que se escribe (en su caso, emplea mucho tiempo en estudiar “cómo piensan, cómo argumentan” sus clientes). Aunque no es imprescindible: en el libro destaca el caso de Peggy Noonan, brillante arquitecta de la retórica de Ronald Reagan (“un lector sensacional”), al que, con todo, Noonan apenas conoció.
¿Y es necesario creer en las ideas que uno plasma para otros? “Podría decirse que los escritores de discursos son como los abogados: son capaces de defender a cualquiera de las dos partes”, explica Nussbaum. “En Estados Unidos todo el mundo tiene derecho a tener un abogado, pero no todo el mundo tiene derecho a un redactor de discursos. Así que, por regla general, harás mejor tu trabajo si compartes los argumentos del orador, aunque sea en sus líneas generales”.
El libro, escrito con la pulcritud y la eficacia de quien lleva décadas puliendo su estilo a la sombra de otros, ofrece una original aportación a un género, el de los volúmenes que glosan las inspiradas palabras de las grandes personalidades y llenan varias baldas de las librerías estadounidenses. Se diferencia del resto porque recuerda a aquella serie de cómics de Marvel titulada What If?, que revisaban la peripecia de sus superhéroes preguntándose qué habría sido de ellos si las cosas hubieran salido de otro modo (Nussbaum no la conocía antes de publicar el libro, así que prefiere otra referencia de cultura pop; define su proyecto como un viaje “al multiverso de la locura de la palabra”).
De modo que la pregunta parece lógica: ¿Qué habría pasado si se hubiera impuesto Gore a George W. Bush en 2000? “Gore tenía muy clara la amenaza que representaban Al Qaeda y Osama Bin Laden. Bush, no”, argumenta. “¿Qué hizo Bush tras los ataques a las Torres Gemelas en septiembre de 2001? Decirle a los estadounidenses que salieran a comprar. Literalmente, para reforzar la economía. Gore habría abandonado nuestra dependencia del petróleo saudí, un producto que estaba destruyendo el planeta y que servía para financiar a quienes nos atacaban”.
La respuesta conecta con uno de los capítulos más fascinantes de su ensayo: el discurso que la entonces asesora de Seguridad Nacional (más tarde, secretaria de Estado) de George W. Bush, Condoleezza Rice, tenía previsto dar (y nunca dio) el 11-S en el National Press Club de Washington. Pensaba defender que Estados Unidos debía concentrarse en reforzar la defensa antimisiles, sin saber que los terroristas habían elegido precisamente ese día para convertir cuatro aviones comerciales en los más mortíferos proyectiles. “Eso demuestra que Bush y su Administración estaban completamente equivocados con las amenazas reales a la seguridad del país”, concluye el autor.
El de Rice es el único texto al que Nussbaum no ha tenido acceso íntegramente, pues aún está clasificado; tocó reconstruirlo recurriendo a la Ley de Libertad de Información. El resto los ha rastreado en diversos archivos. El contexto (los motivos que llevaron a este o aquel cambio o a las decisiones de darlos o no darlos) lo pone a través de entrevistas y otras fuentes secundarias. El trabajo es especialmente revelador en el capítulo sobre la victoria de Hillary Clinton que no pudo ser. En él, retrata un tira y afloja por dar con las palabras exactas entre “dos escuelas de pensamiento”: subrayar el momento histórico de ver a una mujer conquistar la Casa Blanca o centrarse en enviar un mensaje conciliador tras una campaña que se desarrolló a cara de perro. De haber ganado Clinton (”la única candidata que dijo ‘lo siento’ en la admisión de su derrota”), Nussbaum tiene claro qué habría sido distinto: “La composición del actual Tribunal Supremo, en el que Trump colocó tres jueces, que están definiendo las reglas de nuestra sociedad: desde las armas, a los derechos de las mujeres”.
En un país forjado a golpe de discursos históricos, Nussbaum rehúsa quedarse con uno en concreto (aunque sí tiene un redactor favorito: Sam Rosenman, que trabajó para el presidente Franklin Roosevelt). Admite, con todo, que el que dio Abraham Lincoln tras su segunda victoria electoral, en el que habló 41 días antes de su asesinato de “la necesidad de vendar las heridas de una nación dividida”, es “una gran obra literaria increíblemente relevante a día de hoy”. ¿Podría un discurso reconciliar, casi 160 años después, las diferencias actuales entre los dos Estados Unidos? “Ojalá las palabras conservaran ese poder”, dice. Pero no, no cree que ningún discurso, pronunciado o sin pronunciar, fuera capaz de lograrlo.
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