Los hijos de la revolución iraní que lucharon por reformar el austero régimen islámico han tirado la toalla
Las ilusiones de la Generación J han terminado en el exilio, la cárcel o la resignación
Nacieron en torno a la revolución de 1979, crecieron en los difíciles tiempos de la guerra con Irak y entraron en la edad adulta en medio del entusiasmo de la llegada al Gobierno de un presidente que prometía reformar el austero sistema teocrático y ampliar las libertades personales. Luego, el cierre de filas del régimen ahogó sus esperanzas, participaron en la mayor movilización social desde la fundación de la República Islámica y pagaron su atrevimiento con la cárcel, el exilio o el silencio político. Hoy, muchos han tirado la toalla decepcionados con la falta de voluntad regeneradora de las élites gobernantes, la corrupción y el deterioro económico.
Farzaneh ve su vida como una montaña rusa. Ella era una de aquellas jóvenes que se iban a comer si no el mundo, al menos su país. Los dos mandatos del reformista Mohammad Jatamí (1997-2005) les habían dado alas y vieron la libertad al alcance de la mano. Entonces llegó el fundamentalista Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) y se cerraron las compuertas. Participó en las protestas contra su reelección en 2009, convencida de que hubo trampa. Hasta que se tornaron violentas y optó por replegarse a su familia y su trabajo.
Hoy, a punto de cumplir 40 años, esta administrativa, casada y sin hijos, recuerda aquellos días con nostalgia. “Entonces teníamos lugares de encuentro, donde compartíamos las ilusiones de cambio. Ahora ni siquiera existe esa posibilidad: la situación económica es tan apremiante que no tenemos tiempo ni ganas de más”, admite desilusionada no solo con el Gobierno de Hasan Rohaní sino con el sistema. Es el estado general de la que se bautizó como Generación J (por los dos líderes supremos que han conocido, Jomeiní y Jameneí), los nacidos entre 1975 y 1989.
El mismo sentimiento de frustración expresa Humam, pequeño comerciante que regenta tres tiendas de ropa de hombre en el centro comercial Andiseh, en el barrio teheraní de Seyed Khandan. “Sí, desgraciadamente, soy un hijo de la revolución”, admite. A sus 42 años sabe que si se compara con otros no está tan mal, pero esperaba más de su vida y de su país. “Empecé de aprendiz en el Gran Bazar hace 22 años y todo es fruto de mi trabajo, nadie me ha ayudado”, subraya.
“Quienes nacimos con la revolución, hemos visto la guerra y luego todo tipo de crisis año tras año. Por supuesto que estamos decepcionados”Humam, pequeño comerciante de 42 años
“Quienes nacimos con la revolución, hemos visto la guerra y luego todo tipo de crisis año tras año. Por supuesto que estamos decepcionados, pero ¿qué podemos hacer? ¿Ir a la huelga? ¿Manifestarnos? ¿Para que nos metan en la cárcel? Si tienes suerte, tal vez solo sea una multa y luego a volver a trabajar. No sirve de nada”, confía, tras enumerar las crecientes dificultades económicas que afronta. “Parte del problema actual es por las sanciones de Trump y su política de máxima presión. No todo es culpa de ellos”, añade en referencia al régimen al que acusa de mala gestión y falta de atención a las necesidades de los ciudadanos.
Tras el abandono del acuerdo nuclear por EE UU en 2018 desapareció la inversión extranjera y se desplomó el producto interior bruto. La pandemia ha exacerbado la crisis. La inflación, que Rohaní logró reducir a un solo dígito, se ha disparado (ronda el 50%, según cifras oficiales). El dólar y el euro cotizan a precios que hacen imposible viajar al extranjero para una clase media cada vez más empobrecida, lo que aumenta su sensación de aislamiento. El desempleo, en especial entre los jóvenes, constituye una bomba de relojería.
Protestas duramente reprimidas
De hecho, ha habido protestas recientes, en 2017 y 2019, que fueron duramente reprimidas. Pero a diferencia de las movilizaciones sociales y por las libertades de una década antes, las últimas han tenido carácter económico y han partido de los más desfavorecidos. Farzaneh lamenta que la clase media, en la que se incluye, no haya sido capaz de conectar con esa parte de la sociedad. “Estallaron sin que nos enteráramos”, apunta.
Parvin (nombre supuesto) tiene 34 años y era una cría cuando gobernaba Jatamí. Pero el clima de apertura también marcó su formación. “Entre los 14 y los 19 años colaboré con una ONG sobre medio ambiente que se fundó entre varias escuelas, públicas y privadas, y que además era mixta”, relata antes de destacar lo novedoso de este dato en un país en el que la educación sigue siendo segregada. Después, cambió el Gobierno y “todo se limitó mucho”. Las ONG fueron cerrando una tras otras y ella decidió concentrarse en sus estudios de marketing en la universidad.
Otros no pudieron aguantar la presión. El periodista Omid Memarian no esperó siquiera a que Ahmadineyad asumiera la presidencia para irse de Irán. La feminista Masih Alinejad abandonó el país en 2007 ante el creciente acoso oficial y hoy lucha contra la obligatoriedad del velo y la democratización de su país desde Estados Unidos. Dos años más tarde, la represión de las protestas desató una estampida. Ebrahim Sharifí huyó a Turquía tras ser violado en la cárcel. La activista de los derechos humanos y poeta Asieh Amini se refugió en Noruega. El abogado Mohammad Mostafaei también optó por el exilio después de haber osado defender a una mujer condenada a morir lapidada.
Ahora también hay muchos iraníes que sueñan con emigrar. “Aquí no hay futuro. Yo ahora mismo tengo un buen trabajo, pero pienso en mi hijo”, manifiesta Maryam, de 34 años y madre de un chaval de 12. “Da igual que salga un presidente que otro, el sistema no cambia. Todos los resortes económicos y de poder están controlados por los mismos”, asegura preocupada porque al deterioro del nivel de vida se sume pronto un nuevo recorte de libertades.
Parvin discrepa. “Nuestra historia siempre ha sido así: luchar y luchar hasta encontrar una puerta abierta. Sí, tengo muchos amigos que quieren irse, que no aguantan más aquí, pero es mi país y soy optimista sobre el futuro”, defiende. Está convencida de que con el acuerdo nuclear va a mejorar la situación, habrá más trabajo y dinero: “Es lo que sucedió en 2015 cuando se firmó, lo viví en mi trabajo”.
En su opinión, es improbable que se restrinjan las libertades. “Una vez que se da algo es muy difícil quitarlo. Hace 15 o 20 años, mi hermana mayor no podía ir a una cafetería con su novio. Ahora si le digo eso a mi sobrina de 14, no me hace caso. La sociedad está más avanzada que el sistema”, explica. Admite, no obstante, que es posible que el país se cierre más sobre sí mismo “con más filtros de internet y menos información”.
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