Atrapados en la ratonera de Idlib
Cientos de miles de sirios tratan de esquivar la ofensiva del Ejército en la provincia insurrecta, mientras se recrudecen los enfrentamientos entre tropas turcas y sirias
“Tememos que estalle una guerra mundial en este tablero en el que se ha convertido Idlib”, resopla Jalid Zafiri, de 42 años, al teléfono desde el campo de desplazados de Atmeh, en el noroeste de Siria y en la línea fronteriza con Turquía. Hace diez días que este ingeniero eléctrico llegó huyendo de la doble ofensiva aérea y terrestre lanzada por las tropas regulares sirias y los cazas rusos aliados. Lo hizo con su mujer y sus cinco hijos, de edades comprendidas entre 10 meses y 16 años. Forma parte del mayor éxodo que ha vivido el país en los nueve años de contienda. Desde el mes de diciembre, alrededor de un millón de personas han abandonado sus casas huyendo de la guerra en Idlib, es decir, un tercio de los tres millones de personas que habitan esta provincia, último bastión rebelde que combate el Ejército regular sirio.
Zafiri es uno de los 120.000 afortunados que han podido encontrar un hueco para alojarse en tiendas de familiares. Es la tercera vez que la guerra le obliga a desplazarse en los últimos seis meses, desde que dejara su poblado natal de Qalaat al Nadiq —en la periferia de Hama— hasta llegar al asentamiento de Atmeh, donde se refugia, el más masificado del noroeste de Siria, con más de medio millón de personas. Se considera peón en un tablero donde empiezan a sobrar piezas y faltar casillas donde moverse en caso de un nuevo envite.
Este jueves, 33 soldados turcos perdieron la vida en un bombardeo sirio en Idlib en plena escalada bélica entre Ankara y Damasco. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, intenta frenar una nueva ola de desplazados hacia su territorio donde ya acoge a 3,7 millones de sirios. Por eso ha rearmado a facciones insurgentes locales aliadas —muchas de ellas de corte salafista—, a las que ha dotado de munición antiaérea, según fuentes militares en Beirut, y respaldado con su artillería en batallas estratégicas como la de Saraqeb, un corredor en la autopista M5 y principal arteria del país que conecta la industrial Alepo con la capital, Damasco.
Desde 2018, Ankara mantiene en Idlib 12 puestos de observación en virtud de un acuerdo sellado con Rusia, y que en las últimas semanas ha reforzado con 5.000 soldados. Por su parte, el mandatario sirio, Bachar el Asad, ha reiterado estar dispuesto a recuperar “hasta el último centímetro del país” y expulsar de Idlib tanto a los turcos como a los terroristas, en referencia a Hayat Tahrir al Sham, compendio de fuerzas yihadistas lideradas por la rama local de Al Qaeda que controla esa comarca. Entre medias han quedado tres millones de civiles en un terreno cada día más escueto.
Con una tienda como la de Zafiri sueña el carpintero Abu Tarek, que a sus 42 años hace cinco meses que tuvo que buscar refugio en el poblado de Hazzanu. Para ello pagó 50 euros a un coche para atravesar los 45 kilómetros que separan ambos poblados de sur a norte de la campiña de Idlib. En la cadena de desplazados también existen jerarquías y enchufes, asegura Abu Tarek, que ha acabado ocupando una casa a medio construir “sin ventanas, ni marcos o puertas”. Le quedan cuatro hijos después de que un quinto muriera de frío a las 24 horas de vida en el invierno de 2014. Nueve bebés han fallecido en lo que va de año con temperaturas de hasta 10 grados bajo cero en la frontera sirio-turca. No reciben ayudas, reitera Abu Tarek.
Son los comités locales, opositores a Damasco, quienes distribuyen a los recién llegados en tiendas y colegios y los que informan de si hay sitio o no. “Debido a la magnitud de la crisis y la falta de fondos, solo el 10% de los desplazados reciben ayudas”, según calcula un trabajador de una ONG catarí en Idlib. Los desplazados aseguran que la mayoría de la ayuda internacional llega a los campos y a las regiones fronterizas, por lo que las tiendas son allí más codiciadas.
“El 80% de los recién desplazados son mujeres y niños”, señala en una conversación telefónica desde Jordania David Swanson, portavoz regional de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA). “Dependemos completamente de más de 10.000 trabajadores sirios para la distribución de la ayuda humanitaria, que hoy se han visto a su vez desplazados para poner a salvo a sus familias”, afirma.
Al igual que el resto de familias de desplazados consultadas, el ebanista Abu Tarek plantea dirigirse al noreste del país, lejos del frente de Idlib. Se dice atraído por las ayudas de las ONG turcas que, según le cuentan amigos al teléfono, están más presentes en la franja ocupada por el Ejército de Ankara y las milicias salafistas locales aliadas, que combaten a las milicias kurdas. “Piden 300 dólares por el trayecto”, dice con la frustración de quien habla de un imposible.
A pocos kilómetros de Abu Tarek ha encontrado también refugio el agricultor Naser Baruk, de 45 años. Añora las aceitunas y los pistachos que abundan en sus tierras de Al Teh (a 35 kilómetros al sur de Idlib ciudad), de la que tuvo huir ante el avance del Ejército regular sirio hará ocho meses con sus 10 hijos —de entre 2 y 20 años— y su mujer. Fueron a parar en un asentamiento informal de un poblado llamado Al Batne, a 10 kilómetros al norte de Idlib capital. “Apenas hemos conseguido algo de patatas y arroz”, se queja. Las enfermedades respiratorias y dermatológicas se contagian rápidamente entre unas gentes que temen más morir de frío que de hambre.
El destino parece burlarse de estos tres hombres: un ingeniero que habita una tienda sin electricidad, un carpintero en una casa sin ventanas y un agricultor en un campo que no puede trabajar. Ninguno se plantea volver a territorios bajo control del Gobierno de El Asad. "Ha vertido demasiada sangre en estas tierras", alegan.
Sin embargo, y a diferencia de la de Abu Tarek, la historia de Baruk es una de solidaridad y esperanza. Vive en un campo con 179 tiendas que albergan a 3.000 personas, la mitad de ellos menores, e íntegramente financiadas por las remesas de amigos o allegados sirios refugiados en Europa. “Mandan cantidades pequeñas de 100 o 200 dólares”, explica Abdelsalim al Yusef, responsable del campo. “Una tienda es ahora mismo el sueño de toda familia en el noroeste de Siria”, repite Al Yusef. Y conseguir un vehículo para alejarse lo más posible del frente. La mayoría anhela viajar después de Idlib a Berlín, la capital de Alemania.
Atmeh, el mayor asentamiento de Siria
El ingeniero Jalid Zafiri ganaba bien trabajando en el Golfo, pero en 2012, y temiendo por su familia, regresó a Siria. Pensó en embarcarse en una patera en las costas turcas, pero lo descartó ante la probabilidad de que sus hijos murieran ahogados. Precisamente, el asentamiento informal de Atmeh se fundó en 2012 por gentes que huyeron de los bombardeos sirios en la campiña de Hama. “Turquía les cerró el paso, distribuyó tiendas y se instalaron”, resume Alí Jalfe, a cargo de la comunicación en el campo.
Allí han quedado progresivamente atascadas varias olas de desplazados en un limbo que hoy suma más de medio millón de personas. Entre ellos, 80 tiendas con 1.000 iraquíes que en 2014 huyeron del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) soñando también con llegar a Europa. No lo consiguieron y hasta el paso fronterizo de Atmeh les alcanzó el ISIS en 2016 cuando un atentado dejó medio centenar de muertos y dos soldados turcos entre los heridos. Tras el incidente, Ankara selló el cruce también a las ONG turcas que distribuían ayuda. Un año después, la provincia de Idlib quedó bajo el control de los combatientes de Hayat Tahrir al Sham, compendio de fuerzas yihadistas lideradas por la rama local de Al Qaeda, tras una serie de guerras intestinas que desplazaron a miles de civiles.
“Este sitio se ha convertido en una ciudad enorme y desoladora”, dice Zafiri. Para evitar la criminalidad y abusos sexuales, el asentamiento ha quedado dividido en nueve campos. La guerra ha acabado por erosionar la hospitalidad siria: en la ciudad de Atmeh los vecinos hacen su agosto alquilando un cuarto por entre 100 y 500 dólares mensuales (entre 91 y 450 euros, lo que supone hasta un año de ahorros). Los dueños de las tierras donde se yerguen las tiendas también cobran un alquiler por metro cuadrado. “Sinceramente me preocupa el coronavirus. Si llega aquí, será una hecatombe”, se desahoga el ingeniero antes de colgar.
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