“Creo que me he vuelto más reservado, soy más circunspecto”
El republicano que aspira a la reelección revela en una entrevista cómo ha acomodado el puesto a su voluntad en lugar de evolucionar como presidente
Para ser un hombre situado en el filo de la historia, el presidente Donald Trump parece tranquilo y relajado. Si piensa que está a punto de caer derrotado, no lo parece. Por el contrario, exhibe uno de sus sondeos favoritos, presume de su popularidad entre los votantes republicanos y habla de los índices de audiencia de su convención en televisión.
Su presidencia, declaró recientemente en una entrevista, ha obtenido “resultados increíbles”. Las Bolsas están “geniales”, la convención nacional republicana ha sido “un gran éxito”, y él “ha hecho una labor increíble” en la gestión de la pandemia de coronavirus, a pesar de que han fallecido más de 180.000 estadounidenses. Mientras tanto, dijo, ha tenido que aguantar “cosas terribles” de los “locos” de sus adversarios.
Después de casi cuatro años en la presidencia, Trump aborda la campaña de otoño con una mezcla asombrosa de fanfarronerías y lamentos, un hombre dado a los extremos que en un momento dado asegura haber logrado más cosas que prácticamente todos los demás presidentes y al instante siguiente se queja de que también ha sufrido más que todos ellos. Vive en un mundo que él mismo se ha fabricado, a veces desconectado de la realidad que reconocen los demás. Y ha impuesto su voluntad a Washington y al mundo como ningún otro mandatario.
Mientras que otros presidentes evolucionaron en su cargo a medida que aprendían los mecanismos del poder y adaptaron sus objetivos cuando les tocó presentarse a la reelección, Trump sigue siendo la misma fuerza de la naturaleza polarizadora y dominante que, hace cuatro años, se levantó y afirmó: “Yo soy el único que puede arreglar esto”. No se ha atemperado con la edad, ni ha aceptado las tradiciones, ni ha escarmentado con el intento de procesarlo. Sigue diciendo que él “va por libre”, a pesar de ocupar la más alta magistratura del Estado.
A finales de agosto, durante una llamada telefónica de 40 minutos, a Trump le costó describir en qué había cambiado. “Creo que me he vuelto más reservado de lo que era hace cuatro años”, sugirió, una idea curiosa para el hombre menos reservado que ha ocupado el Despacho Oval en mucho tiempo. “Creo que soy algo más circunspecto”.
A lo que se refería, da la impresión, era a que se ha endurecido después de todas las investigaciones y todos los ataques políticos que han caracterizado su presidencia. Pero no es una persona dada a la introspección. ¿En qué cambiaría si obtiene un segundo mandato? En poco, la verdad. “Creo que sería parecido”, dijo. Que es exactamente lo que quieren sus partidarios y lo que temen sus enemigos.
Aparte de decir que más de lo mismo, en los últimos tiempos le está costando definir cuáles serían sus prioridades para los próximos cuatro años. Cuando se lo han preguntado, incluso los entrevistadores de Fox News con los que tan bien se lleva, sus respuestas son meras divagaciones. Y los miembros del Partido Republicano no parecen tener tampoco ninguna certeza. Por eso decidieron prescindir por completo del programa y han preferido aprobar una sencilla resolución de lealtad al presidente.
En la entrevista, Trump enumeró una lista de las cosas que ha hecho y las que seguiría haciendo de ser reelegido, como aumentar el gasto militar, rebajar impuestos, eliminar normas, reforzar la frontera y nombrar jueces conservadores.
“Pero esto es lo que pienso; creo que sería; creo que sería muy, muy; creo que tendríamos algo muy, muy sólido; continuaríamos lo que estamos haciendo; consolidaríamos lo que hemos hecho, y tenemos otras cosas en la agenda que queremos hacer”, dijo.
Si gana, es posible que su agenda esté marcada en gran medida por fuerzas externas. Se enfrenta a tres crisis que están golpeando simultáneamente Estados Unidos: la pandemia, que aún mata aproximadamente a mil personas diarias, la desaceleración económica derivada de ella, que la semana pasada llevó al paro a otro millón de personas, y el malestar creado por una serie de incidentes de disparos de agentes de policía contra afroamericanos, el más reciente en Kenosha, Wisconsin.
Trump, en la práctica, se ha olvidado ya de la pandemia, y dice que es el más capacitado para reconstruir la economía. Ante el debate sobre la justicia racial ha tenido una reacción típica de él, buscando el enfrentamiento en vez de la calma, denigrando el movimiento Black Lives Matter (las vidas negras importan), culpando de la violencia callejera a los que denomina demócratas radicales y presentándose como defensor incondicional de la policía.
Cuatro años después de su inesperada victoria, ahora ha obtenido la nominación como dueño indiscutido de un partido cuyos dirigentes no lo querían. Los que se enfrentaron a él han sido víctimas de purgas, se han ido o se han pasado al bando del exvicepresidente Joe Biden, el candidato demócrata. El resultado ha sido una convención unida y un partido transformado a su imagen y semejanza para delicia de sus partidarios, que le consideran su defensor contra una élite privilegiada y políticamente correcta.
“Cuando acepte la nominación, lo hará después de haber sido alguien que iba por libre y que se ha apoderado por la fuerza del partido”, dijo unos días antes Jared Kushner, su yerno y uno de sus principales asesores. “Sigue siendo alguien que va por libre, pero ha formado a su alrededor un grupo de gente que también va por libre. La toma hostil del partido que comenzó hace cuatro años es completa”.
La toma hostil se habrá completado, pero las hostilidades, no. Trump no deja pasar casi ni un día sin enzarzarse en Twitter o ante las cámaras con algún supuesto enemigo. Muchos consideran que es él quien instiga las batallas, pero él se considera la víctima.
“¿Rendirme?”
El congresista republicano Jim Jordan, que representa a Ohio, dice que una vez preguntó a Trump cómo soportaba los ataques y las acusaciones. “Le atacan todo el tiempo, día tras día”, recuerda haberle dicho. “Y él me contestó: Bueno, Jim, ¿qué voy a hacer? ¿Rendirme? Tengo que seguir luchando”.
Cualquiera que haya observado la trayectoria de Trump en los negocios, el mundo del espectáculo y la política no se sorprenderá. No hay nada que guste tanto a este heredero de una familia que hizo fortuna en el sector inmobiliario, casado en tres ocasiones, como una inauguración ostentosa y un reportaje provocativo en la prensa sensacionalista. Cuando era una estrella de la televisión, dejó atrás sus bancarrotas para presentarse como el símbolo del éxito. Y siempre ha cultivado la controversia, ha utilizado las divisiones raciales y se ha librado de numerosas acusaciones de conducta impropia, incluidas las grabaciones en las que se le oye describir a mujeres de forma obscena.
Cuando llegó a la Casa Blanca en enero de 2017, era el primer presidente que nunca había ocupado un cargo político ni militar y no le interesaban las costumbres del cargo ni las tradiciones y las leyes que debe respetar el comandante en jefe. Después de ser toda su vida un personaje famoso por sus exabruptos groseros, como presidente ha seguido soltando exabruptos y groserías. A los 74 años continúa utilizando las mismas tácticas políticas de siempre, igual que recurre una y otra vez al mismo vocabulario (“tremendo”, “increíble”, “despreciable”, “créanme”, “ganador”, “perdedor”, “repugnante”, “vergüenza”).
En su primera ccnvención republicana, Trump dijo que era “el candidato de la ley y el orden”, y esta vez ha vuelto a hacerlo. En 2016, cuando pareció que iba a perder, dijo que la elección estaba “amañada” y este año ha recuperado la misma palabra al ver que Biden iba por delante en las encuestas. Hace poco desafió a Biden a que se hiciera análisis para demostrar que no consume drogas, lo mismo que exigió a su rival demócrata, Hillary Clinton, en las elecciones anteriores.
Los asesores de Trump dicen que su negativa a inclinarse ante la clase política de Washington lo distingue de todos los demás. “Hay que darse cuenta de que Washington absorbe a las personas”, ha dicho Kushner. “Llegan a esta ciudad y empiezan a ir a los cócteles y a los ambientes en los que se mueven los donantes. Trump es uno de los pocos que no ha cambiado”.
“En lugar de intentar cambiar para llevarse bien con la gente”, añade, “ha insistido todavía más en las promesas que hizo y creo que sus convicciones son más firmes. No hay una sola cuestión en la que existan dudas sobre su postura”.
Trump se ha negado a adaptarse al cargo de presidente y ha hecho que se adapte a él. Cuando llegó, sus jornadas en el Despacho Oval empezaban hacia las nueve de la mañana, pero entonces se quejó de que trabajaba 12 horas al día y era “demasiado”. Así que los encargados de su agenda la cambiaron para que su primera reunión no suela empezar nunca antes de las 11, de forma que por la mañana puede ver la televisión y hacer llamadas desde su residencia.
Sus colaboradores se sienten frustrados cuando, a veces, no aparece hasta las 11.30 o incluso más tarde. Pero él tiene escaso respeto por los horarios y puede convertir una reunión de 15 minutos en una sesión de 45. Cuando está harto, golpea la mesa con las manos abiertas dos veces, para indicar que ha terminado.
El estilo improvisado del presidente tiene loco a su equipo. Las llamadas de teléfono de los presidentes anteriores eran asuntos minuciosamente preparados; a Trump, en cambio, le encanta llamar espontáneamente a sus amigos, a congresistas o a personajes a los que acaba de ver en Fox News.
Determinados aliados tienen acceso instantáneo. En una ocasión, el magnate de los medios de comunicación Rupert Murdoch llamó mientras Trump estaba hablando con su hija mayor, Ivanka, y su secretaria, Madeleine Westerhout, preguntó si debía decir a Murdoch que el presidente le devolvería la llamada. Trump “explotó como el volcán de Santa Helena”, recuerda Westerhout en unas memorias recién publicadas. “¡Nunca haga esperar a Rupert Murdoch!”, gritó. “¡Nunca!”
Estalla contra quien tiene a mano incluso aunque no tenga nada que ver con lo que le haya enfurecido, escribe Westerhout en un libro que, por lo demás, es elogioso hacia el que califica de jefe generoso. Los miembros de su equipo se estremecen cuando tienen que darle malas noticias. “No quiero entrar”, recuerda que le decía Sarah Huckabee Sanders cuando era portavoz. “No me digas que tengo que entrar”. Cuando Trump necesitaba que alguien le subiera el ánimo, Westerhout le organizaba una llamada a su amigo Robert Kraft, el dueño de los Patriots de Boston que está acusado de pagar a prostitutas.
Trump quema colaboradores a más velocidad que ningún otro presidente de la historia moderna. Ha pasado por cuatro jefes de gabinete, cuatro consejeros de Seguridad Nacional y cuatro secretarios de prensa en menos de cuatro años. Entre sus peores detractores están personas que han trabajado para él y ahora cuentan historias de un presidente errático e insensato que miente sin cesar, tiene dificultades para asimilar las informaciones y supedita el interés nacional al suyo propio, como escribió en su libro John Bolton, su antiguo consejero de Seguridad Nacional.
Trump dice que eso no es un fallo suyo, sino de los que han trabajado para él. Cuando, en la entrevista, le preguntaron qué habría cambiado en lo que ha hecho hasta ahora, se refirió a su equipo. “Creo que sobre todo las personas. No habría recurrido a determinadas personas”, respondió. “Hay personas a veces que uno cree que van a ser estupendas y resultan terribles, y a veces uno piensa que van a ser terribles y resultan buenas”.
En los últimos tiempos, algunas de las críticas más duras han salido de su propia familia. Su sobrina Mary Trump ha escrito un libro demoledor sobre él y ha hecho públicas unas grabaciones secretas de la hermana del presidente, Maryanne Trump Barry, en las que dice que es un hombre “sin principios” y un “mentiroso”.
En la entrevista, Donald Trump se quejó de que las grabaciones salieron a la luz justo cuando estaba asistiendo al funeral de su hermano, Robert Trump, pero no respondió a las críticas de su hermana. “Fue muy triste, es un momento triste”, dijo. “Pero qué se le va a hacer”.
Trump rechazó su imagen de presidente vago y obsesionado por la televisión. “Todo lo contrario”, dijo. “No veo mucha televisión. Nadie sabe a qué me dedico. En realidad, trabajo muchas horas, muchas horas, seguramente más que cualquier otra persona. Y, sobre todo, creo que soy muy eficaz”.
Sin embargo, a veces, su enrevesado flujo de ideas acaba llevando a quien le escucha por caminos imprevisibles. Cuando le preguntaron en la entrevista por las críticas de sus asesores, comenzó una divagación sobre los índices de audiencia de la convención (“he visto las cifras de Fox”) y se mostró resentido por las críticas a su reacción contra el virus (“no nos han tratado como merecíamos en ese aspecto”).
No tiene ninguna duda sobre las decisiones más cruciales de su mandato. La pandemia fue culpa de China. Si tuviera que volver a empezar, dijo, se habría asegurado de que Estados Unidos tuviera más reservas de material médico, pero no expresó ningún arrepentimiento por quitar importancia al virus e insistió en que su empeño en abrir todo en primavera era acertado, pese a la catarata de muertes que se produjo a continuación. “Creo que fue una buena decisión, no hay más que ver cómo está subiendo nuestra economía”, dijo.
No suele tender la mano a quienes han perdido a seres queridos en la pandemia. Al día siguiente de que su mujer, Melania Trump, manifestara su empatía en la convención, el presidente reconoció que le han preguntado muchas veces por qué él no. “Lo sé, lo entiendo”, dijo. “Lo leo y lo veo a menudo. Pero siento una pena inmensa por...; esto no debería haber pasado nunca”. Incluso cuando estaba diciendo que sí sentía empatía, no fue capaz de completar la frase sin pasar a hablar de culpas.
Sus peores momentos desde que llegó a la Casa Blanca, contó en la entrevista, fueron el día que iniciaron el proceso de destitución —injustamente, en su opinión— y la noche en la que el senador republicano John McCain emitió el voto crucial que impidió que se revocara el plan de sanidad del presidente Barack Obama. Fue entonces cuando reconoció que el trabajo era más difícil de lo que había previsto.
Ahora afirma que es más difícil por los ataques de los que es víctima. “Es más difícil porque tengo dos tareas”, dice, ser presidente y “defenderme constantemente de un grupo de histéricos que están completamente..., que se han vuelto completamente locos”.
Con todo eso, ¿alguna vez ha pensado en no presentarse a la reelección? “Nunca he tenido la menor duda”, dice. Asegura que está listo para otros cuatro años. “Me siento bien. Creo que estoy mejor que hace cuatro años”.
©The New York Times
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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