El caldo de cultivo
La demonización del otro, esta vez Biden, sigue marcando la política de Trump
El presidente Donald Trump lleva tiempo provocando un enorme embrollo en los asuntos de su país y en los del mundo entero. Ha erosionado el funcionamiento de las instituciones de Estados Unidos, se ha servido de la mentira como instrumento para confundir a los ciudadanos, ha dinamitado muchos de los organismos multilaterales, cultiva amistades peligrosas y promociona a una camarilla obediente que se pliega a sus designios, en sus manos la prepotencia y la arbitrariedad se han vuelto herramientas habituales con las que trata a sus rivales, es machista y vulgar. Ahora ha dado un paso más y, ante la posibilidad de perder unas elecciones que se le están poniendo cuesta arriba, anda haciendo todo lo posible por convertir a su adversario, el demócrata Joe Biden, en un apestado que procura destruir a ese pueblo que él dice representar obedeciendo, como un títete blandengue, a lo que llama la izquierda radical. El vocabulario que está utilizando empieza a ser mucho más grueso, sus metáforas son lacerantes: ha comparado la violencia de la represión policial contra los manifestantes antirracistas con los errores de un jugador de golf que se equivoca en un golpe fácil. Lo hacen muy bien, vino a decir, pero de pronto se ponen nerviosos “y fallan un putt de un metro”.
No es muy difícil armar un retrato de Trump en el que salga mal parado. Él mismo alimenta el escándalo que suscita en sus críticos con sus permanentes provocaciones. Pero se pueden contar por millones los que siguen creyendo en la promesa que un día hizo a sus seguidores, la de devolver la grandeza perdida a América. Mucha gente está rota en Estados Unidos, mucha gente quiere que alguien le susurre al oído que todo va a ir bien. Trump lo proclama constantemente y a todo volumen. A finales de enero de 1939, el entonces presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, comentó que Hitler era un loco que se creía que era la reencarnación de Julio César y Jesucristo. “¿Qué podemos hacer con un personaje así? —preguntó el presidente—. Le llamaríamos chiflado. Pero no sirve de nada llamarle chiflado porque es poderoso y eso tenemos que reconocerlo”.
La anécdota la recogió el escritor y filósofo Nicholson Baker en Humo humano, un libro de hace unos años donde propuso una curiosa aproximación de fuerte vocación pacifista a los orígenes de la Segunda Guerra Mundial. Se dedicó a seleccionar cartas, noticias, declaraciones, memorias, panfletos, discursos radiofónicos y cuanto cayera en sus manos para levantar esa suerte de atmósfera espiritual que estaba sirviendo de caldo de cultivo de lo peor y que terminaría provocando aquel conflicto que sacó lo más infame de la condición humana. No hay comparación posible, el mundo que vivimos es diferente.
Lo que permanece, sin embargo, es ese mecanismo que hace del otro la encarnación de lo indeseable. “Estoy decididamente a favor de emplear gas tóxico contra tribus incivilizadas”, comentó Winston Churchill en agosto de 1920 cuando un estallido yihadista amenazó en Irak los intereses británicos. En diciembre de 1938, cuando tres representantes de la comunidad cuáquera viajaron a Alemania para mediar por los judíos, Goebbels escribió: “Vienen a investigarnos porque en Pensilvania se habla mal de los alemanes que quitan a los pobres millonarios judíos un poco del dinero que han estafado”. El recurso es endiablado, y Trump lo está utilizando descaradamente.
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