El Brexit y la obsesión de ser una isla
La relación del Reino Unido con Europa está condicionada por la mentalidad que imprime su situación geográfica
Michael Gove, el euroescéptico ministro británico de Medio Ambiente que deslumbra al Parlamento con su oratoria de fuegos artificiales y su agilidad en las respuestas, tiene una obsesión personal: recuperar el tradicional currículum escolar, “para que los niños vuelvan a tener la posibilidad de escuchar la historia de nuestra isla”. Porque Gran Bretaña -el nombre oficial del Reino Unido no existe en el lenguaje coloquial de sus habitantes- es una isla. “La isla coronada, el semi-paraíso, la fortaleza que la Naturaleza construyó para sí misma”, que dice el Ricardo II de Shakespeare.
Conviene no olvidar este dato geográfico cuando se revisa la historia de su relación de amor y odio con el continente europeo. Europa, decía Winston Churchill, “es ese lugar de donde viene el buen o el mal tiempo”. Europa ha sido para el Reino Unido, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la oportunidad para levantar cabeza de sus propias crisis internas, el escenario donde reafirmar el carácter de potencia global con que todavía se contemplan a sí mismos muchos británicos o el chivo expiatorio al que culpar de todos los males. El sueño europeo, en esta isla, ha sido siempre un instrumento, nunca un fin o un ideal en sí mismo. Solo desde esa perspectiva pueden considerarse proeuropeos a cuatro figuras clave de las últimas décadas: Winston Churchill, Edward Heath, Margaret Thatcher y Tony Blair. Tres conservadores y un laborista moderado.
“Existe un remedio que logrará que Europa vuelva a ser libre y feliz”, proclamó Churchill en 1946 en la Universidad de Zurich, con los rescoldos de la guerra aún humeantes. “Se trata de recrear la familia europea, en la medida en que podamos, y dotarla de una estructura bajo la que pueda prosperar en paz, en seguridad y en libertad. Debemos construir algo parecido a los Estados Unidos de Europa”.
En su versión más idealista, era el propósito de acabar con la enfermedad del nacionalismo guerrero que había asolado al continente. El propósito nada camuflado era controlar el crecimiento de Alemania y frenar la expansión soviética bajo una alianza militar que tuviera el amparo de Estados Unidos -con quien Gran Bretaña siempre mantendría su “relación especial”- . “Mantener a los americanos dentro, a los soviéticos fuera, y a los alemanes abajo”, lo resumió Hastings Ismay, el primer secretario general británico de la OTAN.
Receloso de su soberanía, el Reino Unido nunca participó de los sueños de unidad política que pudieran albergarse en el resto de Europa. Y se mantuvo al margen durante largo tiempo del mercado común primigenio, para no alienar a todas aquellas naciones surgidas de su antiguo imperio, la Commonwealth, que a finales de la década de los cincuenta seguían recibiendo el 40% de las exportaciones británicas. Pronto cambiaron las tornas. Europa Occidental crecía económicamente y el Reino Unido se iba quedando atrás. El mercado común era cada vez más atractivo, sobre todo para los conservadores, que durante muchos años fueron los campeones del sueño europeo. Doce años tardó el Reino Unido en poder ingresar en el club. El veto a su entrada del presidente de la República de Francia, Charles de Gaulle, temeroso de la creciente influencia de Washington y de que los británicos fueran su mascarón de proa, hundió psicológicamente a la clase política del Reino Unido. “Somos parte de Europa: por geografía, tradición, historia, cultura y civilización”, reivindicó el jefe de la delegación negociadora, Edward Heath, apodado ya entonces por la prensa de su país “Mr. Europa”. Resulta difícil escuchar hoy tal entusiasmo en Westminster.
En 1973, la Comunidad Económica Europea admitió finalmente al Reino Unido. Heath, para entonces primer ministro, perdió estrepitosamente las elecciones. Los laboristas, bajo el mandato de Harold Wilson, convocaron un referéndum nacional de ratificación del ingreso en 1974 que dividió al país, a los partidos y a las propias familias británicas. El propio Wilson -la historia se repite, al comprobar la desgana del actual líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, en combatir al Brexit- defendió el ingreso con poco entusiasmo. El empeño de todos los departamentos del Gobierno británico y la inestimable ayuda de la BBC consiguieron que triunfara el sí.
Los años de la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, la primera ministra conservadora que accedió a Downing Street en 1979, fueron un viaje de ida y vuelta al continente. Firme defensora en sus inicios del mercado único, por su ferviente convicción liberalista, y entusiasta del Acta Única Europea de 1985, que en pleno clímax de la Guerra Fría veía como un gran instrumento para hacer frente común a la amenaza soviética, dos motivos le llevaron a combatir fieramente la unidad europea al final de su mandato. La vertiente social y federalista del carismático Jaques Delors, presidente de la Comisión Europea, y el poderoso resurgir de la fortaleza alemana. Thatcher era un producto de la posguerra y había heredado aquellos miedos.
“No hemos hecho retroceder con éxito los tentáculos de la intervención estatal en Gran Bretaña para ver cómo se vuelven a imponer a nivel europeo, con un súper Estado Europeo que ejerza su poder desde Bruselas”, proclamó en su histórico discurso en el Colegio Europeo de Brujas.
Su sucesor, John Major, más pragmático que ella, logró retener el vínculo con Europa a través de las procelosas aguas del Tratado de Maastricht. Se mantuvo firme y obtuvo la recompensa de aislar al Reino Unido de proyectos como la moneda única o el espacio común de Schengen. Pero vio crecer en el seno del Partido Conservador la semilla del euroescepticismo y a duras penas sobrevivió los embates internos.
Llegó finalmente el carismático líder laborista, Tony Blair, que abrazó el proyecto de la Unión Europea, pero como plataforma para su propia visión gloriosa de Gran Bretaña. “El hecho es que Europa es hoy la única vía a través de la que podemos ejercer poder e influencia”, dijo ya en su primera campaña electoral. Aceptó la Carta Social de Derechos a la que los conservadores se habían resistido con uñas y dientes, pero embarcó al continente en aventuras bélicas e intervencionistas que provocaron un profundo desgarro.
Europa nunca ha tenido más que unos pocos idealistas que la defiendan en esta isla. La historia de Gran Bretaña está íntimamente relacionada, social, militar y económicamente, con el continente, pero los británicos nunca han perdido de vista el dicho de que “buena valla logra buenos vecinos”. Mucho más cuando esa valla son más de 80 kilómetros de mar.
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