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Columna
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Descortesía

Lo mejor que podemos proponernos en ambos lados del Atlántico es organizar un Coloquio con todas las voces posibles a dialogar, debatir y desmenuzar los 500 años del inicio de la Conquista

Tiene algo de descortesía que me confundan con Acamapichtli en plena Gran Vía de Madrid (sólo por el pasaporte mexicano) y algo de descortés se filtra en el hecho de reclamarle disculpas a un Borbón por las atrocidades de los Habsburgos. Lo que yo tengo de tlacuilo lo heredé de la Escuela de Traductores de Tlatelolco, donde un séquito de frailes hicieron legible en alfabeto todas las maravillosas flores e iluminados pictogramas de una civilización alucinante, cultura milenaria que había adoptado o adaptado dioses, arte, cultivos, modos y maneras de otras culturas y civilizaciones que conquistaron a sangre y fuego y, por ende, me parece un despropósito que los Indios Verdes de la salida a Pachuca tengan que pedirle perdón a los Atlantes de Tula o que la zona hotelera de Cancún declare en la ONU que el único verdadero Kukulkán habla en maya y no tiene nada que ver con Quetzalcóatl. En realidad, la efervescencia en torno a las muchas cuentas pendientes que venimos arrastrando en medio milenio debería suscitar un desenfrenado propósito no de enmienda (pues, en le fondo, yo no tengo la culpa de las cochinadas que pudo haber hecho mi chozno en vida), sino propósito de diálogo, discusión. La carta que está sobre la mesa en realidad un reto para conquistar la memoria, reconquistar los ilimitados afectos que unen a México con España y así reconciliarnos constantemente por todo lo que nos separa.

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En tanto no se descubra en el iPhone la aplicación para viajar en el tiempo, todo parece indicar que Hernán Cortés y sus compañeros no fueron figuras de una sola pieza y el germen de la descortesía que pulula en torno a su mención se debe a ignorancia y amnesia: Cortés no fue la blanca paloma del héroe encarnado en torso de hierro y espada imbatible, tanto como tampoco fue única y exclusivamente el villano sanguinario y despiadado que pintó Diego Rivera con cara verde y colmillos afilados. Cortés fue un extremeño de andanzas insulsas, con algo de latines adquiridos en Salamanca, no por bachiller sino por aventurero. Se cayó de un tejado no por albañil, sino por huir del marido que llegaba de sorpresa al lecho donde Cortés acababa de recetarse a su esposa y sabemos que pasó a Cuba como muchos otros con el alucinante delirio de encontrar oro en los árboles, a la sombra de la opobrosia discusión en Valladolid donde gentuza como Juan Ginés de Sepúlveda aseguraba que los indígenas eran “bestias humanas de carga” mientras santos arcángeles como fray Bartolomé de Las Casas siempre supo vernos el alma humana y pura en las pupilas de nuestros dolores. Sin ser urbanista, Cortés impidió la destrucción total de la utopía llamada Tenochtitlán (al encargarle a su primo Alonso García Bravo el trazo de un damero renacentistas que respetara la geometría perfecta de las chinampas mexicas) y sin ser estadista, supo rodearse y codearse de pueblos sojuzgados por el Imperio mal-llamado Azteca, que si de veras queremos resucitar su glorificación acabaremos instalando nuevos Tzompantlis en las plazas públicas, con calaveras de narcos o lampiños anónimos y volveríamos a la nefanda costumbre de poner en fila a mil guerreros desarmados para que Jesusa les arranque el corazón en un templete.

Lo mejor y más luminoso que podemos proponernos en ambos lados del Atlántico es organizar un Coloquio donde nos sentemos todas las voces posibles (poetas en lenguas indígenas y todas las nacionalidades posibles) a dialogar, debatir y desmenuzar los 500 años del inicio de la Conquista de México, leyéndola… releyéndola… pensándola y reflexionando seriamente sobre todos sus frutos, buenos o malos. Cortés no fue el protohombre de bronce que retratan las poquísimas estatuas que intentan clonar su estatura de 1.58, su pierna izquierda aquejada por las bubas, su barba sobre un mentón prógnata: No fue el mejor marido para la Marcaida, ni el mejor amante para Malinche, con quien tuvo un hijo Martín mexicano (tocayo de otro hijo Martín, no mexicano) y no murió en una cueva donde se guardaba el tesoro de Motecuhzoma, hundido en un pozo de oro, riéndose a carcajadas por su desenfrenadas ambición y avaricia (tal como aparece en un fallido capítulo de la vieja serie televisiva El túnel del tiempo)… fue juzgado, vituperado, laureado y luego denostado, celebrado y despojado. Todo parece indicar que a pesar de la leyenda fue no más que un hombre que murió en un convento de monjas en Castilleja de la Cuesta, Sevilla, en una celda por cuya ventana se asomaba un árbol de zapote prieto que él mismo trajo de México…Ese hombre murió conquistado.

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