La sombra de la serpiente
México procura redefinirse como sombra que baja por la ladera de un templo
Cada año por estos días repta por la ladera de un templo maya. Se llama Kulkulkán y su sombra se proyecta puntualmente con el equinoccio de primavera; es la víbora gemela de Quetzalcóatl, mítica serpiente emplumada que se identifica con un gobernante tolteca, el que se fue por dónde sale precisamente el sol y prometió volver por allí mismo en el año que coincidió con la llegada de Cortés y sus compañeros. Kukulkán parece descender con el paso de las horas, su luenga espalda dibujada en triángulos que se forman con los escalones de una cara piramidal que al sumarse al templo superior suman los 365 días de cada año que pasa, así pasen los siglos, como metáfora de todos los Méxicos posibles.
Es la sombra de todos los enigmas del pasado prehispánico y el espectro irresuelto de la sangrienta Conquista con la que nació un pueblo mestizo, una nación que se llamó Nueva España y luego, México y que en la ronda de las generaciones procura redefinirse como sombra que baja por la ladera de un templo. Es la sombra del asombro de miles de nuevos iluminados que de un tiempo a esta parte han inventado cargarse de energía poblando pirámides vestidos de blanco y es el asombro de todas las estrellas que sin ser vistas en el día confirman con azoro que el sol sigue proyectándose puntual en no pocos monumentales santuarios mayas: se asoma milimétricamente en el ventanal de piedra que corona un templo y repta lentamente por la escalinata en Chichén Itzá como un callado recordatorio de tantos pendientes: coincide con el natalicio del Benemérito Benito que parece cumplir la vieja de un danzón que lo hacía inmortal y con la llegada puntual de cada primavera que inunda de ilusiones en lila a la Ciudad de México y azarosamente con la culpa irresuelta del asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Es la sombra en el espejo negro de Tezcatlipoca y la neblina aromática del incienso de la memoria. Es la serpiente de los años que se van hilando con el paso de los soles y el enjambre de la luna en cada marea imaginaria con la que los mexicanos volvemos de tanto en tanto a redefinir las sílabas de nuestra memoria y dibujar el renovado rostro de nuestro nombre en el espejo cambiante, tallado en piedra, de una serpiente impalpable que baja desde las nubes para que nadie olvide que en fondo no somos más que el enigma constante que busca definición.
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