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Colombia descubre sus ingredientes

Productores, intermediarios, cocineros y consumidores de nueva generación exploran la biodiversidad colombiana. El objetivo: construir alternativas de crecimiento conjunto y sostenible

Jorge Galindo
Turistas y comensales en Cartagena, Colombia.
Turistas y comensales en Cartagena, Colombia.

Cuarenta y ocho horas es, más o menos, lo que tarda en llegar una pieza de dorado fresca desde el mar en el Bajo Baudó, en la costa pacífica colombiana, hasta Bogotá. En ese tiempo pasa por barca, carretera y avión. Me lo cuenta Octavio Perlaza, encargado de logística que trabaja con los pescadores de la zona. No es fácil mover pescado fresco durante tantas horas, menos aún en un territorio con un déficit estructural importante dado el histórico olvido de la capital. Para lograr que la cadena de frío no se rompa y que el género llegue en el mejor estado posible al comprador final, Perlaza trabaja con Mucho, una empresa de carácter social cuyo objetivo es, por un lado, conseguir que Bogotá (que aglutina casi un cuarto de la población del país, y una cantidad desproporcionada de su actividad económica) conozca y disfrute de productos del conjunto del territorio colombiano. Y, a través de ello, lograr su verdadera meta última: que los productores puedan vivir de lo que siempre han hecho, pero con beneficios mayores y más sostenidos (según la FAO, los campesinos colombianos no llegan a quedarse ni con el 10% del precio final).

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Mucho y sus proveedores son solo algunas de las piezas de un engranaje que empieza en las áreas rurales, con campesinos, pescadores, granjeros, y termina en los platos de las grandes ciudades (Bogotá, pero también Medellín, Cali, Barranquilla o Cartagena). Platos en los que, hasta hace bien poco, tenía prioridad el salmón chileno y la carne gringa. Pero algo está cambiando.

“Por primera vez se nos está abriendo el territorio”, me dijo hace unos meses Alejandro Gutiérrez, cocinero de Salvo Patria. En su restaurante, tras cinco años de funcionamiento como tal, han decidido deshacerse de la carta fija. Uno llega y se encuentra con una hoja impresa donde se listan los platos de la semana. Hay preparaciones que se repiten, claro, pero quizás la mitad varían, o tal vez en esos habituales cambia algún ingrediente. Así esperan ser coherentes, precisamente, con su manera de acercarse al territorio: lo que la tierra da, ellos lo trabajan y te lo ponen en la mesa. Salvo Patria pertenece a toda una ola gastronómica que se encuentra en esta misma sintonía. Una ola que ya desborda Bogotá, y que tiene en Celele, nuevo local cartagenero a la que están mirando todos los críticos gastronómicos de la región, su mayor promesa. Celele parte de una filosofía nítida: desde el territorio, para el territorio, y por el territorio. Todo allí, desde el primer ingrediente hasta la última pieza de mobiliario, está pensado para decir algo sobre la tierra en la que se asienta. Hasta las cuentas de Instagram de sus chefs, Jaime Rodríguez y Sebastián Pinzón, sirven esencialmente para difundir la descomunal biodiversidad del Caribe.

Un trabajo de años

En la otra costa colombiana, Alex Nessim y su Pescando Pacífico llevan seis años proveyendo a restaurantes de su Cali natal y del conjunto del país con materia prima de calidad, única, y obtenida de manera sostenible. Wok, cadena de restaurantes asiáticos con implantación en la capital, tiene a sus espaldas década y media de trabajo en pos de la sostenibilidad con productos tanto del Caribe como del Pacífico. Wok y Nessim fueron pioneros, pero es ahora cuando sus productos pueden llegar más lejos y mejor. Porque es menos dificultoso poner esta dinámica en movimiento cuando Colombia se encuentra inmersa en un proceso de pacificación (que no empezó ni terminará con la delación de armas de las FARC, pero que sí tiene ahí su punto de referencia) que le va, poco a poco, poniendo más fácil el explorarse a sí misma.

Quizás es por eso por lo que Antonuela Ariza va un paso más allá: “lo que se nos está abriendo es la mente”. Ella y Eduardo Martínez cuentan con la legitimidad de ser casi los primeros. Porque lo interesante de MiniMal, el restaurante que comandan en la capital, es que abrió en 2001, en años no precisamente fáciles para el país: en la primera mitad de la pasada década, tanto las guerrillas como el paramilitarismo arreciaban su guerra entre ellos y con el Estado. Grandes porciones del suelo colombiano quedaban fuera del control de este, resultando en una estructura territorial desconectada y con percepciones muy desiguales de la violencia: se sentía en ciertas regiones como realidad aplastante que condicionaba vidas, mientras en las capitales era más bien un eco molesto filtrado por el debate político y las ocasionales acciones terroristas.

En este contexto, MiniMal abrió tras siete años de trabajo lejos de la capital, pisando territorio. Ariza y Martínez se preguntaban qué clase de proyecto podía servir para crear un “vínculo provechoso” entre esos dos mundos tan separados dentro de un mismo país. Como Martínez había acumulado un conocimiento notable en materia de biodiversidad (al fin y al cabo, es ingeniero antes que cocinero), y como ambos gustaban de cocinar para amigos, la idea de emplear un restaurante como palanca para el desarrollo integral vino natural. MiniMal fue, por tanto, una llave para abrir mentes en Bogotá.

No era la única. Más cerca del centro de la ciudad, Leo (hoy, número 10 en la lista 50 Best Restaurants de Latinoamérica) comenzaba a traer ingredientes ignotos a quienes estaban dispuestos a apostarle a la alta cocina de vanguardia. En paralelo, la cocinera Leonor Espinosa echaba a andar su fundación homónima, que hoy dirige junto a su hija, Laura Hernández Espinosa. Ella describe a la fundación como un generador de desarrollo a través de la gastronomía. Esto abarca desde el empoderamiento de comunidades específicas para la producción de insumos complejos (refrescos, aceites) hasta la construcción y puesta en marcha de un restaurante (Zotea) manejado en y desde la comunidad pacífica de Coquí, pasando por el fomento de la seguridad alimentaria o la diversificación de la dieta a través de la biodiversidad. Mientras, en una relación autónoma pero simbiótica, Funleo usa el restaurante como plataforma, y el restaurante se nutre de la investigación de la fundación. Otra llave más para abrir mentes.

Contexto favorable pero complejo

Estas llaves encajan mejor con un país más tranquilo, (marginalmente) más conectado, y en medio de un cambio generacional apreciable tanto entre cocineros como entre comensales. Sin embargo, subyacen todavía las enormes complejidades que implica la consolidación territorial en mitad de un proceso de paz incompleto, que el Gobierno actual deja en un futuro incierto. A pesar del sustancial esfuerzo secular del Estado colombiano para construirse a sí mismo, los problemas de una política pública centralizada se hacen evidentes cuando hablamos del agro. Juliana Zárate, cofundadora de Mucho, lo pinta de manera muy gráfica con las “toneladas de mango o caimito” o exceso de pimienta (por ejemplo, la verde del Putumayo, a la que Mucho le ha estado dando salida estos meses en la capital) pudriéndose en los márgenes del sistema. Algunos de estos productos han sido cultivados, explica Zárate, bajo programas de sustitución de cultivos de coca auspiciados por el Estado: en ellos, en teoría, se le facilita a los campesinos cultivadores de hoja de coca una pasarela hacia otro tipo de cultivos. En la práctica, muchas veces se hace partiendo de una visión centralista y parcial del desarrollo. Sucede lo mismo en propuestas de cooperación que no están directamente relacionados con los procesos de reconciliación de paz, que no encuentran salida por falta de engranaje, vías y capacidades en las comunidades de base.

Alejandra Osorio, coordinadora de proyectos en Funleo, ofrece un ejemplo bien gráfico: una corporación estatal acercó precisamente a Coquí herramientas para un nuevo proyecto de pesca. Pero nadie les preguntó qué necesitaban ni cómo se manejaban normalmente. Sencillamente les dejaron una caja de anzuelos. Y ellos ni siquiera utilizan anzuelos para pescar: tienen sus propias técnicas. “Y ahí están, tirados”, añade Hernández Espinosa. De manera aún más gráfica, Ariza y Martínez se preguntan si “la propuesta para el Pacífico [por parte del Estado] es que las mujeres se pongan a aprender Excel”. A cambio, desde MiniMal proponen aprovechar precisamente el capital (cultural, social, biodiverso) acumulado en el conjunto de las regiones para construir “alternativas de desarrollo” que parten de una simetría entre los actores involucrados, algo sobre lo que también hacen mucho énfasis desde Mucho o Funleo: no se llega de la capital a explicar, sino antes que todo a aprender cómo se hacen las cosas y cuáles son las herramientas que podrían potenciar lo que ya está en marcha.

Nuevas formas de crecer

Ese modelo alternativo es el que en realidad representa el engranaje aquí descrito. Parte de una concepción sólida de sostenibilidad, que atraviesa a productores, nueva intermediación y nueva clientela. La sostenibilidad real comienza con la aceptación de los conflictos que irremediablemente atraviesan la industria alimentaria. Todas las personas imbricadas en este proceso comparten de manera implícita o explícita una línea roja: no pueden negociar su posición de partida. Como dice Ariza: “cómo negocias si tienes que vender esos ingredientes, cómo te vas a poner a hacer una pasta a la boloñesa”. Mucho, por su parte, no pone a la venta en su plataforma aquello que la gente le pide, sino aquello a lo que el productor necesita dar salida. Y para Hernández Espinosa, es una cuestión de preguntarse a uno mismo “cuál es mi papel como colombiano”.

En ese sentido, el punto central de todo este movimiento es la búsqueda y construcción activa de nichos de mercado que estén dispuestos a tres cosas: probar género nuevo, regirse con los criterios de temporada (vedas de pesca, épocas de cosecha), y pagar un precio justo que proporcione un ingreso digno al primer eslabón de la cadena. Un “no solo te ofrezco esto porque creo que es lo más rico, sino también porque es lo que tenemos que vender para construir territorio de manera equilibrada”.

Colombia se encuentra en un proceso introspectivo aún en construcción, enfrentándose a barreras que todavía no está claro que se puedan saltar. Pero nada de ello sería siquiera posible si no fuese por lo obvio, que no está de más recordar: este es un país con un acervo biodiverso incomparable, bañado por dos océanos, vertebrado por unos Andes copados por páramos únicos y rodeados de selva amazónica, llanos infinitos. Suena a anuncio, pero es cierto. De hecho, suena también al camino que transitaron ya Perú o México, como resalta Laura Hernández. La directora de Funleo remacha: “Colombia pasa de ser eurocentrista a verse a sí misma, y ese es un proceso común a Latinoamérica”. Ese verse a sí misma es una cuidadosa identificación, una puesta en valor, de recursos propios. Estos son los recursos que sufrieron al mismo tiempo de sobre-explotación y abandono durante las últimas décadas. Hasta el punto de que no pocos colombianos prefirieron construir su vida fuera del país que les vio nacer. “Cuando todo el mundo se iba, nosotros nos quedamos”, dice Eduardo Martínez. Ahora que todo el mundo quiere venir, ellos, junto a toda su generación, son los responsables de presentar al menos una parte de Colombia a sí misma, y al mundo.

Los nuevos viejos queseros de Colombia

El riesgo por lo propio no sólo se asume desde la capital o los puntos más remotos. También desde espacios intermedios en el territorio. Tal es el caso de André Barreto, productor de quesos en Ubaté (uno de los centros lecheros de Colombia, a menos de dos horas de Bogotá si el tráfico lo permite). Barreto heredó una finca lechera familiar y lo que él mismo describe como un sueño “romántico” de hacerla funcionar. Sus padres no estaban del todo convencidos, así que llegaron al acuerdo de que estudiaría Ciencia Política en Francia y después podía decidir si seguía con su idea. Así Fue. Y la creación de quesos madurados con sabores fuertes en un mercado acostumbrado a los perfiles frescos y suaves fue el nicho contraintuitivo en el que se instaló. Cuando alguien le comenta lo fascinante que resulta encontrarse con quesos nuevos gracias a la búsqueda de interacciones bacteriales inusitadas, Barreto apunta que en realidad la primera mitad del siglo pasado sí vivió la producción de quesos madurados en la región. Pero luego se fue perdiendo sin razón concreta. Junto a otros como Santigo Andreus, El Kilo o La Ratonera, Barreto forma parte de un creciente grupo de artesanos que, si bien (como él mismo admite) no se enfrentan a las dificultades de los productores de otras zonas, sí comparten la decisión de arriesgar para consolidar y ampliar una demanda naciente, así como el respeto supino por el territorio y el capital que éste ya puede proporcionar. El trabajo de todos ellos es, en cierta medida, uno de reconstrucción territorial y recuperación de la memoria alimentaria mediante la experimentación, conectando con el pasado a través de la búsqueda del futuro.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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