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Columna
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Cuando mi madre cerraba los postigos de las ventanas para que no viera los fusilamientos

Algunos amigos me preguntan cómo votaría yo en Brasil el día 28 si pudiera hacerlo

Juan Arias

Algunos amigos brasileños me preguntan cómo votaría el día 28 si pudiera hacerlo. Antes de responderles, voy a contarles una anécdota de mi infancia que marcaría mi visión futura sobre la política y la violencia. Cuando en España estalló la Guerra Civil, tras el golpe militar contra el Gobierno de la Segunda República, yo tenía cinco años. Se enfrentaron entonces la dictadura y la democracia republicana. El balance fue de un millón de muertos entre los dos bandos.

Los fusilamientos y juicios sumarios se daban hasta dentro de una familia. Bastaba la sospecha o la acusación de ser de uno u otro bando, rojo o blanco, franquista o republicano para poder morir fusilado. Fue una orgía de muertes violentas y bárbaras torturas. Un campo fértil también para viejos ajustes de cuentas y venganzas personales.

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Los fusilamientos se daban a veces en la calle, al vivo. También enfrente de mi casa, por donde pasaba una carretera. Nuestra casa era a la vez la escuela en una aldea del interior de Galicia. Mi padre era el maestro que nos enseñaba a leer, escribir, e interrogarnos. Fue castigado por el régimen franquista porque los alumnos que salían de su pequeña escuela, cuando llegaban al bachillerato “hacían demasiadas preguntas a los profesores”.

Las masacres de uno y otro bando no se limitaron a los tres años de la guerra. Siguieron, sobre todo las torturas, durante los casi 40 años de la dictadura. Es un capítulo que aún no se ha escrito del todo. Supe que aquellas torturas no solo eran brutales sino hasta repugnantemente refinadas. Siendo ya periodista, un abogado me contó, en Madrid, que le llamaron una mañana para decirle que un viejo cliente suyo, con el que se había peleado, iba a ser torturado. Lo convidaron a participar físicamente a su tortura “para que aprovechara para vengarse de él”. Recuerdo que, al contármelo, el abogado murmuró: “¡Qué canallas!”.

Cuando empezaban a disparar los fusiles del pelotón de ejecución en frente de nuestra casa, mi madre corría a cerrar los postigos de las ventanas para que yo no pudiera ver aquel horror. Me lo contó cuando era ya mayor. Me explicó que cuando estalló la guerra civil los españoles se mataban entre sí por no pensar todos igual. Cerrando los postigos evitó que yo viera los fusilamientos. Lo que no pudo evitar fue que me acompañase toda la vida el crujido de los fusiles matando. Me acompañó de tal modo aquel recuerdo que, viviendo en Río de Janeiro, en la falda de la favela de Turano, al sentir los tiroteos cruzados de los traficantes y policías, sentía automáticamente el impulso a cerrar las ventanas.

Ya mayor, prometí no solo no usar nunca un arma, sino ni tocarla. Soy ya viejo y nunca esos objetos de muerte, rozaron mis manos. Mi madre me reveló algo más que no sabía de aquellos años de terror y guerra entre hermanos: que a mi padre se lo llevaban, muchas veces, al caer de la tarde, fuera de casa. Lo escondían unos campesinos por miedo a que pudieran fusilarlo.

El pecado de mi padre para los franquistas solo podía ser que en aquella aldea  el maestro era de los pocos que sabían leer y escribir. La mayoría de aquellos campesinos eran pobres y analfabetos. Cuando recibían alguna carta de las autoridades, temblaban de miedo. Corrían entonces a mi padre: “a ver, por favor, Don Guillermo, qué me escriben aquí”. Mi padre les leía la carta en voz alta mientras ellos permanecían en pie. Si era el caso, les redactaba una respuesta defendiéndoles. Además de maestro, les hacía de consejero y de abogado. Confiaban en él. Su única recompensa era el cariño que recibía. Cuando murió, a sus 41 años, a causa de unas fiebres para las que no conseguimos penicilina, un lujo entonces sólo para los ricos, tuvieron que retrasar un día el entierro para que los campesinos de otras aldeas pudieran acudir. No había transportes públicos. Acudieron en mulos o a pie.

Nunca supe las ideas políticas de mi padre. Mi madre, también maestra rural, nos contaba que él era del partido “de todos los que sufrían injustamente”. Antes de morir, mi padre nos llamó a mí y a mis dos hermanos menores al pie de su cama y nos dijo: “Recordad que, hasta en la cárcel, se es menos infeliz si se tiene el gusto por la lectura.” En aquel tiempo se iba a la cárcel por luchar contra la tiranía.

A mis amigos que me preguntan cómo votaría yo en Brasil me gustaría decirles que votaría como lo haría hoy mi padre, para quien, sin la capacidad crítica de pensamiento, sin la cultura y anatematizando las diferencias, no era posible redimirse ni de la pobreza ni de la violencia.

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