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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Velas encendidas (Parque de Los Deseos, Medellín)

Cuando a un Estado le queda grande un mapa, ciertos lugares empiezan a ser sitiados, sometidos, regidos, por matones

Ricardo Silva Romero

Esta es la peor, la más monstruosa, de las frases colombianas de estos años: “Mataron a otro líder social que iban a matar”. Según Indepaz, que lleva cuatro décadas reclamando el derecho a la vida acá en Colombia, de enero de 2016 a junio de 2018 fueron asesinados 311 defensores de los derechos de todos: una mujer o un hombre cada tercer día, 311 en total, un exterminio enfrente de uno. Este año, que apenas va por la mitad, ya han matado a 123 personas a unos pasos de sus familias: porque respaldaban los acuerdos de paz, porque ponían la cara en procesos de restitución de tierras, porque denunciaban a los grupos ilegales que han querido tomarse los lugares que fueron de las FARC, porque peleaban por la sustitución de cultivos de coca, pero sobre todo porque en este país impune aún hay villanos de cine del Oeste que no ven por qué no matar.

Entiende uno el asunto cuando escucha una grabación espeluznante, revelada en las redes sociales, en la que un paramilitar amenaza de muerte a una profesora del sur de Bolívar porque sí, por ser ella: el criminal llama “grosera” a la señora Deyanira Ballesta por responderle con coraje a su ultimátum –“a mí usted no me habla así”, le advierte el hombre desencajado e implacable– porque, cuando a un Estado le queda grande un mapa, ciertos lugares empiezan a ser sitiados, sometidos, regidos, por matones perdidos en su propia lógica. Silencio. Aquí se hace lo que a mí me da la gana. Si yo le digo que se muera, usted se muere. ¿Y quién va a decirles que no? ¿El Gobierno saliente o el Gobierno entrante? ¿El Ejército Nacional de Colombia? ¿La Fiscalía? ¿La prensa que ha estado llevando la cuenta de los asesinatos?

El viernes pasado, a las seis de la tarde, la sociedad civil se tomó las plazas de cincuenta ciudades del mundo para encender velas por las vidas de los líderes; para dejar en claro que se da cuenta del exterminio que está ocurriendo ahora mismo; para poner en blanco y negro que los asesinatos han sido sistemáticos porque han sido agresiones contra las personas que defendieron la paz lejos de las grandes ciudades; para notificarles a los grupos ilegales que sí hay ley y sí hay Dios y sí hay país que está mirando. Fue una movilización de verdad. Si uno ve –por ejemplo– lo que sucedió en el emblemático Parque de Los Deseos, un lugar para la cultura en aquella Medellín que ha hecho tanto para librarse de sus guerras y de sus estigmas, es testigo de un plantón pacífico y esperanzador como una dolida guardia de todas las generaciones.

Este lunes el presidente Santos firmó tanto el Estatuto que establece las garantías de la oposición aquí en Colombia como la esperanzadora ley para el sometimiento colectivo de las bandas criminales que siguen gobernando –o sea volviendo infiernos– ciertos municipios del país. Pero ninguna buena noticia será suficiente si el presidente Duque, que el viernes rechazó con claridad los crímenes y el lunes firmó el pacto por la defensa de los líderes sociales, no consigue convencer al país de que encender velas por las vidas de los que van a morir no es un gesto de izquierda: resulta increíble que cínicos e insensatos de su propio partido, más uribistas que Uribe, no hayan querido entender que la llamada “velatón” no era una jugada para entorpecer al Gobierno entrante, sino una plegaria urgente –y un llamado al Gobierno saliente y al Gobierno entrante– para que nadie haga política con armas y nadie se vea obligado en la próxima hora a dar la noticia de que ha sido asesinado otro u otra líder en Ituango, en Tumaco, en Guacarí, en Cáceres.

311, 312, 313 personas asesinadas por defender sus derechos: hay que haber renunciado a la piedad para encontrarle un “pero” a esa noticia

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