Orbán, el ariete populista de la Unión Europea
El futbolista de “disparo rápido” que soñó jugar al fútbol como su ídolo Puskas es ahora el delantero de un tipo singular de nacionalismo que preocupa a Europa
En el fútbol, Viktor Orbán nunca pasó de tercera división. Era un aceptable delantero pero no llegó a triunfar. “Piensa rápido, dispara rápido, pasa con dinamismo, tiene potencial”, decían las notas de su entrenador en el equipo de Felcsut, el pueblo donde creció. Nada queda ya de ese joven húngaro flaco y de media melena despeinada, que soñó jugar con los más grandes y que terminó por mudarse a la capital húngara para estudiar leyes. Jugó junto a gigantes (o contra ellos). Pero lo hizo en otra arena; la de la política. Y esta le dio el domingo otra sabrosa victoria. Orbán, de 54 años, revalidó su tercer mandato consecutivo como primer ministro de Hungría. El triunfo afianza su papel de delantero, pero en el populismo y el nacionalismo que predica y del que ya se ha convertido en símbolo. Y no sólo en una Unión Europea en la que los populismos están en expansión, sino en todo el mundo.
“Es el hombre del momento”, resaltó el antiguo estratega de Donald Trump Steve Bannon hace apenas un mes durante una visita a Europa. Para los habitantes del pequeño Felcsut, donde apenas hay un par de bares y otras tantas tiendas de ultramarinos, es, como para Bannon: un héroe. “Ha despertado Hungría, ha traído prosperidad, defiende nuestro país”, resaltaba Balazs en la calle principal. Orbán ha puesto a Felcsut en el mapa. Gracias a concesiones y a donaciones millonarias, el pueblo de apenas 1.800 habitantes tiene un estadio con capacidad de casi 4.000 personas y permiso para acoger encuentros internacionales. El edificio, con aspecto de catedral, está justo enfrente de la casa de paredes blancas en la que el primer ministro húngaro pasa muchos fines de semanas. Para ir a los partidos, cosa que hace con mucha frecuencia, según sus vecinos, solo tiene que cruzar la calle.
El Pancho Arena, nombrado así en honor a Ferenc Puskas, que fue delantero del Real Madrid y que es uno de los ídolos de Orbán, simboliza para muchos la política del líder de Fidesz. Lo empezó en 2007 con la Academia Puskas, un complejo agradable y rodeado de zonas verdes donde hoy entrenan felizmente jóvenes de todo el país que aspiran a pasar a las grandes ligas. Tres años después, Orbán ganó las elecciones con una supermayoría que le permitiría modelar el país para convertirlo en ese imperio al que aspiraba. Y eso incluyó su pasión por el fútbol. La Academia creció, las concesiones al Pancho Arena aumentaron. El proyecto hizo millonarios a numerosos oligarcas húngaros, incluido el alcalde de Felcsut, amigo de su infancia y de profesión fontanero, que ha pasado a presidir el Puskas Club de Fútbol y ser uno de los hombres más ricos del país.
Eso es visión de juego. Pero si hay algo que caracteriza a Orbán es, como apuntaba su entrenador, su dinamismo. Si antes era para apurar el límite del fuera de juego, después usó esa facilidad de desmarque para encontrar el hueco que le ha garantizado el poder. Lo ha hecho a través de una enorme metamorfosis política. El político conservador que ganó las elecciones en 2010 nada tiene que ver con el joven de camisa blanca que, en 1989, encendió a los húngaros en un elocuente y emotivo discurso en defensa de la democracia y contra la ocupación de las tropas soviéticas. "Si somos lo suficientemente decididos, podremos obligar al partido gobernante a someterse a elecciones libres. Si tenemos las agallas para querer todo esto, entonces y solo entonces cumpliremos el destino de nuestra revolución”, clamó el opositor a la dictadura de Kadar.
Orbán, que estudió en Oxford el papel de las sociedades civiles y a los grandes filósofos liberales británicos gracias a una beca del magnate George Soros, tiene como modelo hoy una “democracia no liberal”. Además, el primer ministro ha convertido a su antiguo benefactor, que defiende una sociedad abierta, en su principal enemigo. Los mensajes del millonario húngaro-estadounidense, que hizo gran parte de su fortuna con la especulación, chocan con los mensajes de Orbán contra la inmigración y con su preferencia por las “sociedades no mixtas”.
Orbán siempre ha tenido hambre de poder. Y eso explica su enorme cambio. En 1998, solo una década después del famoso discurso en homenaje a Imre Nagy, el jefe de Gobierno ejecutado tras el frustrado levantamiento contra Moscú de 1956, Orbán fue elegido primer ministro. Tenía 35 años. El cargo le duró una legislatura. En 2002, los socialistas le arrebataron el poder. Y eso es algo que nunca pudo digerir.
Se arrimó a un experto en comunicación —y campeón en artes marciales—. Y emprendió entonces el cambio radical para convertirse en lo que es hoy. El joven de ideas ateas abrazó el luteranismo que había profesado su familia. Sometió al sacramento su matrimonio civil con su esposa, Aniko. Bautizó a sus cinco hijos. Hoy, se presenta a sí mismo como el gran líder y defensor de los valores cristianos. Y no solo en Hungría, sino en toda Europa.
En una Hungría tocada por la crisis, las privatizaciones y con una enorme brecha entre el campo y la ciudad, Orbán vio ese pase al hueco y lo aprovechó. Transformó su partido, la Asociación de Jóvenes Demócratas, en el Fidesz de hoy: nacionalista, euroescéptico, ultraconservador y populista. Y aprendió la lección. Nada más recuperar el poder impulsó una nueva Constitución que enfatizaba esos valores cristianos conservadores de nación y familia. Emprendió una reforma que debilitaba al Tribunal Constitucional. Otorgó la ciudadanía y el derecho de voto a más de un millón de húngaros en el exterior que viven en países vecinos —como República Checa o Rumania—, y que ahora le son muy fieles. Aprobó una nueva ley de medios con la que se garantizaba —o a sus aliados— su control. Reformó el sistema electoral para hacer más poderosas las mayorías como la suya, y dificultar su desalojo del poder. Reformas criticadas por las instituciones internacionales que, sin embargo, observaron impasibles.
Su imperio. En Felcsut, en su castillo, dos de los jugadores de la Academia Puskas comentan que el proyecto es para ellos un sueño. “Es lo mejor que me ha pasado en la vida”, afirma el más joven, de 17 años. Pero el Pancho Arena, donde Orbán suele rodearse de sus oligarcas de cabecera, también ha estado bajo el análisis de la Comisión Europea. También Felcsut, donde Orbán ha construido una línea férrea, que apenas tiene afluencia, empleando fondos de la UE. Nada de todo ello importa a Vincze, de 57 años. Y sus palabras parecen resonar a las de todos los húngaros que le premiaron el domingo con otros cuatro años de mandato: “Sea como sea, nos ha vuelto a convertir en una nación orgullosa y fuerte”.
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