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La tortuosa marcha de China hacia las energías renovables

El gigante asiático es el mayor productor de energías limpias, pero su implantación no está libre de problemas

Macarena Vidal Liy

Más alto, mayor, más fuerte. China parece haber hecho suyo el lema olímpico, en cuanto al desarrollo de energías renovables. En las zonas áridas de Qinghai, al oeste del país, se está construyendo la mayor planta solar del mundo, con una superficie de 27 kilómetros cuadrados. En la otra punta, en el este, la ciudad de Dezhou ha hecho de la energía solar una forma de vida: con un centenar de empresas especializadas y hasta un museo dedicado, casi cada vivienda tiene instalada una placa fotovoltaica en esta localidad de 5 millones de habitantes.

Trabajadores chinos en una planta solar de Huainan, a principios de junio.
Trabajadores chinos en una planta solar de Huainan, a principios de junio.STR (AFP)

Más al sur, en la provincia de Anhui, se acaba de conectar a la red lo que sus promotores describen como “la mayor fábrica acuática de energía solar”. Es una planta instalada sobre las aguas que anegaron una antigua mina de carbón. Con una capacidad de 40 megavatios de energía, el líquido enfriará los 166.000 paneles y les permitirá producir mayor cantidad de electricidad, según explica el gobierno local.

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Son proyectos que ponen de manifiesto la ambición china. La Agencia Nacional de Energía china prevé invertir cerca de 350.000 millones de euros hasta 2020 en renovables. En 2015 el sol y el viento aportaban apenas el 4% de la cesta energética china: el objetivo es que para 2030 las energías no fósiles sumen el 20%.

Las metas cobran aún mayor relevancia tras el abandono por parte de Washington del acuerdo de París sobre cambio climático. China, el país más contaminante del mundo, ha reiterado su compromiso con el pacto, mientras otras naciones y expertos han empezado a hablar de Pekín como líder en esta lucha.

Esa imagen complace al Gobierno chino, cada vez más deseoso de imprimir su huella en el escenario internacional. Esta semana, Pekín acogía una cumbre sobre energías limpias. Su vice primer ministro Zhang Gaoli instaba en la inauguración, según la agencia Xinhua, a “promover una cooperación innovadora en energías limpias, mejorar el sistema de uso de energía y promover un consumo más limpio y eficiente”. Todo un cambio de actitud para un país que hace apenas un lustro aún calificaba oficialmente de “niebla” su nube de contaminación.

Pero no es oro todo lo que reluce. Aunque aumenta la producción, también crece el desperdicio de estas energías limpias. Según un estudio de Greenpeace, en 2016 un 17% de la electricidad producida por turbinas eólicas se echó a perder. Hubiera podido cubrir las necesidades de todo Pekín, una capital de 22 millones de habitantes, durante todo el año 2015.

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La energía solar no tuvo mejor suerte: el desperdicio aumentó un 50% en los últimos dos años, según ese informe. En provincias como Gansu o Xinjiang, en el oeste, el 30% de lo generado nunca llegó a la red.

Las causas de este derroche, que cuestan al sector casi 5.000 millones de euros en ingresos perdidos, son variadas: las plantas eólicas chinas se encuentran en su mayoría en provincias despobladas en el norte y noroeste del país, alejadas de las ciudades que acaparan el consumo. La red eléctrica china está anticuada, dividida entre unas provincias que guardan celosamente sus competencias energéticas y que, en el caso de aquellas ricas en carbón o con fuerte presencia de plantas alimentadas con este mineral, no quieren poner en peligro unas pingües fuentes de ingresos. Incluso en casos en los que existe conexión a la red, las compañías eléctricas solo utilizan las renovables en las horas de mayor consumo.

“Se necesitan urgentemente mejoras en el sistema de suministro, incluida una estructura física más flexible de la red y canales eficientes de transmisión de provincia a provincia”, así como una gestión que tenga en cuenta de modo adecuado las horas de mayor y menor uso, explicaba la responsable de la campaña sobre energía de Greenpeace Yuan Ying en la presentación del informe.

Pekín es consciente de la situación. Buena parte de la atención durante la cumbre de esta semana se dirigió, precisamente, a tecnologías de almacenamiento de la energía o cómo hacer más eficientes los tendidos eléctricos. En la medida de lo posible, se intenta alentar que las plantas se construyan más cerca de donde hay más demanda.

Aunque no son los únicos problemas que China tendrá que resolver para convertirse en un verdadero líder climático. Aunque desde 2014 ha ido reduciendo su consumo de carbón y este año ha echado el freno a más de un centenar de plantas, sus críticos le acusan de exportar contaminación, al continuar participando en el desarrollo de esas fábricas en el exterior.

Una nueva base de datos de la Global Economic Governance Initiative (GEGI), de la Universidad de Boston, arroja que desde 2000 la mayor parte de las inversiones de los bancos institucionales chinos en proyectos de energía en el exterior se han destinado a plantas eléctricas, un 80%. De esta proporción, un 66% se destinó a plantas alimentadas por carbón. Esta misma semana una empresa china ha suscrito un acuerdo para participar en una polémica planta en las cercanías de un área patrimonio de la Humanidad en la isla de Lamu, en Kenia.

Dentro del país, el medioambiente es aún un problema acuciante. La calidad del aire es aún una de las peores del mundo en gran parte de su territorio; en Shanghái o el puerto de Tianjin, más del 85% del agua es inadecuada para el contacto humano. Al menos el 19,4 % de los terrenos cultivables están contaminados. A ello se suma que las empresas -y los gobiernos locales- oponen resistencia a cambios de comportamiento que puedan restarles beneficios. En una inspección durante las últimas dos semanas a cerca de 200 empresas en el área en torno a Pekín -considerada prioritaria-, el Ministerio de Protección Medioambiental detectó que el 96% de ellas habían violado las normas ecológicas.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.

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