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Tribuna Internacional

Ventajas de un presidente loco

Nixon fue el primero que pensó en atemorizar a sus adversarios con la táctica de la locura presidencial. Es dudoso que los arranques de Trump sirvan para gobernar

Lluís Bassets
Nixon riega el tejado de su casa en Los Ángeles como medida de prevención durante un incendio en 1961.
Nixon riega el tejado de su casa en Los Ángeles como medida de prevención durante un incendio en 1961.Allan Grant (Getty)

No es lo mismo estar loco que hacerse el loco. El presidente Richard Nixon elaboró toda una teoría sobre el uso de la locura como arma disuasiva ante un enemigo, en su caso el comunismo y en concreto el régimen de Vietnam del Norte. La llamó la teoría del hombre loco (Madman theory) y se la contaba a su asesor Bob Haldeman, luego condenado por el caso Watergate, con estas palabras: “Quiero que los norvietnamitas crean que he llegado al punto de que puedo hacer cualquier cosa para terminar la guerra. Les haremos llegar la frasecita de que ‘Nixon está obsesionado con el comunismo sin que nadie pueda frenarlo cuando le coge el ataque de ira con el botón nuclear en su mano’ y Ho Chi Minh personalmente se irá a París (donde se celebraban las conversaciones de paz) a mendigar la paz en cosa de dos días”.

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La locura de Nixon formaba parte de la imagen que quiso construirse de político duro, belicista e imprevisible, pero luego fue quien sentó las bases del reconocimiento de la China comunista y la incorporación de Pekín a la vida económica y diplomática internacional. No estaba loco, pero se hacía el loco cuando le convenía, siguiendo un consejo que ya encontramos en Los discursos sobre la primera década de Tito Livio, del mayor clásico de la astucia política que es Maquiavelo, donde nos dice literalmente “que es muy sabio simular por algún tiempo la locura”.

El Nobel de Economía Thomas C. Schelling utilizó la idea de un gobernante totalmente imprevisible, loco en la práctica, en sus influyentes clases de la prestigiosa Kennedy School of Government sobre la estrategia de disuasión nuclear.

El caso de Trump es distinto. Moisés Naím, que algo sabe del poder (así lo ha demostrado en su libro superventas El fin del poder), se preguntaba en las páginas de este periódico el 25 de febrero si Trump era un enfermo mental. Naím cita la carta de un grupo de 35 psiquiatras y psicólogos a The New York Times que así lo sostienen hasta el punto de concluir: “La grave inestabilidad emocional demostrada en los discursos y las acciones del señor Trump lo incapacitan para desempeñarse sin peligro como presidente”.

Las diferencias entre Nixon y Trump son enormes, sobre todo en experiencia política, inteligencia estratégica y preparación intelectual. La peligrosidad de Trump no deriva únicamente de la enfermedad narcisista que le aqueja, según algunos de sus críticos, sino de su nula preparación para enfrentarse a los problemas que le conciernen y su ignorancia incluso de las más elementales normas de organización y comportamiento presidencial.

En su primer fin de semana en Mar-a-Lago, la llamada Casa Blanca de invierno en Florida, donde comparte espacios públicos con los clientes de su resort turístico, el público de millonarios que le rodea pudo verle mientras cenaba con el primer ministro japonés, Shinzo Abe, y hacía llamadas y despachaba consultas con sus asesores después de que se conociera un amenazador lanzamiento de misiles norcoreanos. El mismo día, un cliente de su hotel se fotografió junto al militar que transporta la maleta con el botón nuclear y colgó las imágenes en Facebook, aunque luego los servicios secretos le obligaron a borrarlas.

La locura de Trump le ha servido para ganar las primarias republicanas, luego las presidenciales y al final para empezar su presidencia como un elefante que entra en una cacharrería, que es lo que se proponían los republicanos insurgentes encabezados por Steve Bannon, el estratega jefe de la Casa Blanca. Si se trataba de crear la máxima desorientación tanto en el interior como en el exterior, esto ya se ha conseguido. Si también se trataba de subvertir el establishment de Washington y el orden internacional, esto también está hecho, aunque su fracaso en la anulación de la reforma sanitaria de Obama u Obamacare demuestre los límites útiles de su locura y sus nefastas consecuencias para el propio Partido Republicano.

Para los lobbies republicanos más poderosos, el de las armas, el de la energía y el de las finanzas, la locura de Trump es perfectamente útil si sirve para aumentar el gasto militar, favorecer las energías tradicionales y desregular de nuevo y bajar impuestos a los más ricos; aunque naturalmente empezará a preocupar en caso de que conduzca a convertir cualquier crisis en un peligro de guerra.

Si Trump no se hace el loco, y está auténticamente está loco, entonces Estados Unidos y el mundo tienen un problema de orden mayúsculo. Philip Gordon, diplomático y consejero especial de Obama para Oriente Próximo, norte de África y golfo Pérsico, lo ha cifrado en el peligro exactamente de tres guerras a la vista, en un inquietante artículo publicado en la web de la prestigiosa revista Foreign Affairs titulado ‘Una visión de Trump en guerra. Cómo el presidente puede tropezar con un conflicto’.

La primera es con Irán, y sería resultado de la ruptura del acuerdo nuclear propugnada por Trump. En ella se producirían enfrentamientos marítimos en el golfo Pérsico, ataques chiíes a las tropas americanas en Irak y finalmente un bombardeo en toda regla de Estados Unidos sobre todas las instalaciones nucleares iraníes, de consecuencias imprevisibles que el analista no entra a considerar.

El segundo conflicto sería con China, al principio meramente comercial y monetario. Significaría la mutua imposición de tarifas del 45% y la venta por parte de China de bonos estadounidenses que haría caer las Bolsas, ofrecería oportunidades de compras de empresas de capital americano a muy buen precio y dañaría fuertemente el crecimiento de la economía mundial. En este escenario también se producirían enfrentamientos marítimos y una escalada bélica de consecuencias imprevisibles en el mar del Sur de China.

El tercer conflicto, de alcance incalculable por cuanto podría involucrar a China y Japón, sería con Corea del Norte, con un ataque de Washington a las instalaciones de pruebas atómicas y la respuesta de ataques masivos de artillería sobre Seúl que ocasionarían millares de muertos.

Gordon termina su artículo reconociendo, irónicamente, que “quizá Trump tenga razón, y un gran incremento del gasto militar, su reputación de impredecible, su estilo de negociación siempre a la apuesta más alta y la hostilidad hacia los compromisos convencerán a otros países para que hagan concesiones que harán que EE UU sea más seguro, próspero y grande”, aunque incluso una locura presidencial calculada “requiere una capacidad para actuar juiciosamente en el momento adecuado, algo que Trump, como presidente, todavía tiene que demostrar”.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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