Trump y el cuento chino del cambio climático
La peor parte se la llevan los americanos y quienes, en países pobres y vulnerables, confiaban en una financiación solidaria contra el calentamiento global
Recordaba Nicholas Stern hace apenas diez días con ocasión del décimo aniversario de la publicación de su Economics of climate change que el impacto económico del cambio climático es mucho más grave del que inicialmente consideró y que sólo disponemos de diez años para darnos la oportunidad de cambiar la tendencia de forma efectiva. Mucho trabajo revolucionario en la sombra que empieza a fraguarse en foros muy diferentes y para el que la hipótesis de una parálisis inducida por el miedo al mandato Trump sería el peor de los enemigos.
Es decir, la llegada de Trump a la Casa Blanca ya ha tenido una primera consecuencia negativa de gran calado: incertidumbre. En un momento especialmente frágil, en el que comienzan a asentarse las bases para la transformación revolucionaria de nuestro modelo económico para hacer compatibles prosperidad y clima, la incertidumbre es un mal enemigo. En campaña, Trump se ha burlado de manera reiterada del cambio climático, despreciado a la comunidad internacional e insultado de forma reiterada a quienes, junto con Obama, han facilitado una era de entendimiento y colaboración cuyo fruto más evidente ha sido el Acuerdo de París.
A partir de ahora, nada bueno en particular, algunas dificultades adicionales y mucho menos margen para ir contra corriente del que, a priori, imaginamos. La peor parte se la llevan los americanos y quienes, en países pobres y vulnerables, confiaban en una financiación solidaria que, probablemente, no llegue a materializarse. Es dudoso, sin embargo, que logre hacer naufragar la cooperación internacional en materia de clima y transición energética.
En todo caso, eso no depende de él sino de la reacción del resto. Y, afortunadamente, el sentido económico, la demanda social y la estructura de cooperación ofrecida en París son aliados mucho más sólidos de los que teníamos hace 16 años cuando un prepotente y clima-escéptico Bush anunció que no ratificaría Kioto y velaría porque sus socios no cometieran errores. Kioto entró en vigor y Bush se vio forzado a tomar algunas medidas elementales en clima y energía, tanto en el terreno financiero como en el del diálogo político.
Es probable que Trump paralice las iniciativas federales de Obama, que intente facilitar la inversión en fracking, la actividad petrolera o la industria minera. Es, sin embargo, mucho más incierto que haya un interés masivo por parte de la comunidad inversora en abrazar proyectos muy intensivos en capital, socialmente contestados y con retorno incierto en el medio plazo. Y es seguro que alcaldes, gobernadores y una nueva generación de empresas con grandes inversiones detrás para facilitar soluciones renovables, eficientes y movilidad eléctrica se queden con los brazos cruzados llorando en casa cuando esto es, precisamente, lo que reclama el mundo y una buena parte de los ciudadanos americanos –incluido un porcentaje relevante de republicanos-.
Faltará, por tanto, un marco federal coherente, pero eso no impedirá la acción climática en otros niveles. Es más, esos otros actores americanos ganarán protagonismo político y encontrarán en el Acuerdo de París y su nueva propuesta de movilización más allá de los Gobiernos estatales un espacio mucho más rico para trabajar en alianzas internacionales que faciliten el aprendizaje compartido en esta nueva era de cambios.
En el ámbito internacional, existen tres incógnitas: ¿reducirá Estados Unidos sus contribuciones financieras en materia de clima?; ¿abandonará el marco jurídico internacional integrado por la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático y el Acuerdo de París?; y el cambio de posición de Estados Unidos, ¿generará un efecto emulación por parte de terceros o el naufragio del modelo de cooperación en curso?
Es más que probable un cambio de tendencia en los esfuerzos de solidaridad internacional. En aplicación de la máxima "americanos primero", puede haber recortes significativos en la financiación climática, con el consiguiente riesgo de que la indignación y el recelo hacia Estados Unidos resurja en terceros países, sobre todo en los más pobres y vulnerables. Quizás, en el medio plazo, esta actitud se corrija a la vista del interés comercial de bancos e industria americana por invertir en infraestructuras en economías en desarrollo.
No es tan fácil una retirada de Estados Unidos del marco multilateral de clima. La denuncia del Acuerdo de París debería esperar tres años y la denuncia de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (con la consiguiente retirada automática del Acuerdo de París, al haber sido concebido como un marco de aplicación de la Convención) entraña ciertos riesgos políticos para el propio Trump. De hecho, Bush no lo hizo cuando renunció a Kioto. Sí es probable la ausencia de posiciones constructivas como las defendidas activamente en la era Obama. Asistiremos a un abandono silencioso del barco, sin protagonismo positivo en otros foros financieros, industriales o geopolíticos y, en su lugar, aparecerán otros actores americanos cubriendo de forma segmentada –quizás caótica– el espacio liberado por el Gobierno federal. En el resto del mundo, echaremos de menos al Departamento de Estado, al del Tesoro y a la Casa Blanca, pero no hay que esperar necesariamente una estrategia automática de boicoteo.
Finalmente, falta por ver cómo reaccionamos los demás. Cada uno de los países firmantes del Acuerdo de París lo es por interés propio, por sentido económico y de desarrollo, por demanda social e industrial. La novedad más importante radica en la voluntad expresa de impulsar marcos de acción conjunta y compartir los riesgos del cambio. Si Estados Unidos se diluye, China no abandonará su estrategia, pero deberá decidir si quiere ocupar por sola o acompañada con otro actor global la posición de liderazgo que tenía junto con Obama o si se retira a sus cuarteles de invierno y se mantiene discreta en la escena multilateral. Es decir, el resto de la historia nos corresponde a los que no somos Trump, mucho más resilientes y convencidos que hace 16 años. Una retirada de EE UU, contrariamente al deseo "América vuelve a ser grande", deja un espacio que será cubierto por otros. ¿Cuento chino a partir de ahora?
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