El crimen como arma política
Las limitaciones de la justicia internacional favorecen la banalización del concepto
Alegar que se ha producido un genocidio es un fenómeno palpitante en la política internacional. A veces se realiza con la esperanza de que las autoridades competentes hagan frente a lo que está pasando. Así debe entenderse la finalidad de la declaración del Parlamento Europeo en febrero pasado referida a actos perpetrados por el Estado Islámico contra las minorías religiosas en Siria e Irak como constitutivos de genocidio. Otras veces tales alegaciones tienen por objeto reconocer hechos ocurridos en el pasado como genocidio, incluso cuando es demasiado tarde para ser llevados ante instancias judiciales. Un ejemplo de esta ultima es la declaración de junio del Parlamento alemán sobre las matanzas realizadas contra más de un millón de armenios por turcos otomanos en 1915.
Popularmente conocido como el crimen de crímenes, denunciar que se ha producido un genocidio es la alegación más grave que se puede realizar. Como tal, es lógico que evoque fuertes reacciones. Así, la declaración del Bundestag provocó que el Gobierno turco llamase a consultas a su embajador en Berlín. En 2014, el Gobierno francés reaccionó con furia cuando el presidente ruandés volvió a alegar que Francia había tenido un rol directo en el genocidio de Ruanda: ello condujo a París a no asistir a la ceremonia marcando el vigésimo aniversario en Kigali.
Por ello también crece la preocupación de que se pueda abusar de este concepto e incluso banalizarlo, invocado para insultar a un adversario en vez de reclamar responsabilidades penales por actuaciones delictivas. Así, en mayo, un representante de Alternativa para Alemania —partido populista de extrema derecha— alegó que Los Verdes están cometiendo un “genocidio” contra el pueblo alemán por su política liberal de refugiados. De modo semejante, se diluyen responsabilidades cuando se fomentan alegaciones que tratan de igualar la culpabilidad de las partes. Así, la teoría de doble genocidio introducida en Ruanda pretende fomentar la idea de que no solo los hutus, sino también los tutsis son responsables de genocidio.
¿Cuál es el rol del derecho internacional y sus máximos intérpretes —los jueces internacionales— en este escenario? ¿Puede impedir la explotación del concepto?
Es muy difícil para el fiscal demostrar que el acusado tenía una intención específica de destruir un grupo
Por desgracia, su rol es ambiguo. Ello es debido a que, por un lado, respalda la identificación de un crimen como genocidio, frente a otros posibles, el haber sido reconocido como crimen internacional en un tratado multilateral hace ya casi 70 años. Ello es a diferencia de crímenes de lesa humanidad, categoría que fue incluida por vez primera en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional en 1998. Además, y a diferencia de los crímenes de guerra, que fueron codificados en 1949, el genocidio puede ser cometido tanto en tiempos de paz como de guerra, con independencia de que sea un contexto internacional o interno, lo que facilita su aplicación en casos concretos.
Por otro lado, el derecho internacional impone límites al uso del concepto. El término genocidio se refiere a actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Los actos mencionados son matanzas o lesiones graves a la integridad física o mental; el sometimiento intencional a condiciones de existencia que conduzcan a la destrucción física, total o parcial, del grupo; medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; y el traslado coercitivo de niños a otro grupo.
El fiscal de la CPI solo puede presentar cargos de genocidio relacionados con actos cometidos desde el 1 de julio de 2002
Los jueces internacionales parecen haber restringido aún más el alcance del genocidio centrando su aplicación en dos casos: Ruanda en 1994 y la masacre de Srebrenica en 1995. Es decir, por extraño que parezca, los tribunales de Núremberg no condenaron a los nazis por genocidio, sino por crímenes contra la paz, de lesa humanidad y de guerra. Adicionalmente, la Corte Penal Internacional (CPI), que comenzó su labor en 2004, no ha dictado condenas de genocidio. En 2010 su fiscal general presentó cargos de genocidio contra el presidente sudanés. Pero no ha sido juzgado. Las Cortes de Camboya, que iniciaron investigaciones en 2006 en relación con los crímenes de los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979, no han dictado condenas de genocidio sino de lesa humanidad y de guerra.
De acuerdo a lo anterior podría parecer que son pocos los casos que merecen la cualificación de genocidio. Pero ello implicaría ignorar el hecho de que los fiscales no pueden seleccionar los casos libremente. Todos los tribunales penales ad hoc han sido diseñados para juzgar actos que han sido perpetrados en un lugar y un periodo determinados. Y, por su parte, el fiscal de la CPI solo puede presentar cargos de genocidio relacionados con actos cometidos desde el 1 de julio de 2002 en el territorio de un Estado que forma parte del Estatuto de Roma o por sus nacionales. Más allá, solo puede actuar si el Consejo de Seguridad así lo ha autorizado o el Estado afectado consiente a su jurisdicción.
Adicionalmente, presentar cargos de genocidio es una estrategia fiscal que suele conllevar riesgos dada la dificultad de demostrar que el acusado tenía la intención específica de destruir un grupo. Los fiscales suelen optar por cargos de crímenes de lesa humanidad.
Por todo ello, y aunque se aprecien avances en la justicia penal internacional, hay que ser consciente de que estas imperfecciones pueden agravar los sentimientos de discriminación y olvido de las víctimas de crímenes que no han sido y nunca serán juzgados. Tales imperfecciones fomentan la utilización del espacio político para denunciar y discutir esos casos, lo que provoca la politización del genocidio y con ello el riesgo de abuso y banalización.
Jessica Almqvist es profesora de Derecho Internacional Público en la Universidad Autónoma de Madrid.
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