La última frontera del exilio colombiano
La seguridad es uno de los mayores frenos al regreso de expatriados tras un eventual acuerdo de paz
El día en que el colombiano Elkin Daza, de 45 años, vio caminar vestidos de civil a los guerrilleros que semanas atrás habían intentado fusilarlo, tomó la decisión desesperada de huir del país. “En mi pueblo me tocó ver cómo asesinaban a gente que estaba a mi lado”, recuerda sobre las circunstancias que lo llevaron a exiliarse. “El Ejército llegó y logré salvarme en medio del enfrentamiento”. Su primer destino tras la toma guerrillera había sido Medellín, la segunda ciudad de Colombia, pero allí volvió a encontrar a sus verdugos, mimetizados entre los visitantes habituales del comercio en el que ahora trabajaba. Escapó a Europa en 2001 y se sumó a los 360.300 colombianos reconocidos como refugiados en el exterior, 364 de los cuales viven en España, según Naciones Unidas.
El número de exiliados del país sudamericano es equivalente a la población de Bilbao, la décima ciudad española con más habitantes. Y su número de desplazados internos —que han huido sin dejar el territorio colombiano— es el segundo mayor del mundo (seis millones, cerca del 12% de la población), solo después del de Siria (7,9 millones). Con este grupo de víctimas se podrían volver a poblar países como Noruega o Dinamarca. Ante la inminencia de un acuerdo de paz entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC, que terminaría una guerra de más de cinco décadas, se abre la posibilidad de que los colombianos puedan volver a los lugares de los que los desterraron. El Estado ha puesto en marcha una serie de leyes e instituciones para reparar a las víctimas y permitir que vuelvan de forma segura, aunque una buena parte de ellas desconfía de sus resultados.
Nubia Londoño, de 60 años, es una de las exiliadas en España que estaría dispuesta a regresar a Colombia si se firmara la paz. “A lo que le tengo miedo es al postconflicto, a que luego haya bandas emergentes, pero me gustaría estar otra vez con mi familia”, afirma. Londoño se exilió hace casi dos décadas. Un grupo vinculado al cartel de Cali asesinó a su esposo, alcalde de un municipio que hasta hace un par de años se preciaba de ser la “Capital antisubversiva de Colombia” en su letrero de bienvenida. Solo quedó una pierna suya que naufragó en la ribera del Magdalena, el río en el que los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, consumaron su relación, y que años después se convertiría en el botadero de cadáveres predilecto de los paramilitares.
Londoño se exilió tras la desaparición de su hijo, durante el recrudecimiento de la violencia de finales de los años noventa. “Es increíble que a los combatientes desmovilizados les estén pagando sueldo y que nosotros estemos tan abandonados”, manifiesta junto a Elkin Daza y Elena Guarín, todos miembros de la Asociación Europea de Víctimas del Conflicto Armado Colombiano (Asevicom), una organización creada en España que busca defender los derechos de los refugiados ante el Gobierno y que reúne a medio centenar de afiliados. “Una vez trabajé limpiando ventanas por un día en una lujosa mansión en Suiza. La amiga colombiana que me ayudó a conseguir ese empleo me preguntó: ‘¿No sabes a quién acabas de limpiarle la casa? ¡Esa era la hija de Tirofijo!”, cuenta Londoño, en alusión al fallecido fundador y comandante de las FARC, Pedro Antonio Marín. Una investigación de 2008 de la revista Semana reveló que los hijos de los jefes de esa organización vivían en Europa y se habían educado en prestigiosas universidades.
Unos 8.700 exiliados se han inscrito desde 40 países en el registro de víctimas que lleva el Estado colombiano desde finales de 2012. Entre ellos, solo el 5,5% ha pedido acompañamiento para regresar (475 en total, 38 de ellos residentes en España) y apenas 75 han vuelto. Elena Guarín, de 38 años, ilustra con la historia de su esposo las dificultades que tienen los refugiados que quieren volver: “La Unidad de Víctimas sabe que él está allá y no tiene ninguna seguridad. Hace cuatro meses sufrió el último atentado, se salvó porque se lanzó a un río”, asegura. Guarín y su familia dejaron una finca cafetera en el suroeste del país, hostigados por la guerrilla. Tras una errancia de varios años por Colombia huyendo de las FARC, viajó sola a España en 2008. Estuvo cuatro años alejada de sus dos hijos pequeños y aún hoy no ha podido reunirse con su esposo. Por eso no se plantea regresar.
“Cuando empezamos este proceso, nos encontramos con el desconocimiento y la desconfianza de muchas víctimas que no habían sentido cerca al Estado a lo largo de años de conflicto y desarraigo”, reconoce en un intercambio de correos Paula Gaviria, exdirectora de la Unidad de Víctimas y nueva consejera presidencial de Derechos Humanos. “Colombia está comprometida con la reparación, tanto si desean retornar como si quieren continuar en su país de acogida”, agrega, y enumera las formas del desagravio planteadas por el Gobierno: indemnizaciones, actos de conmemoración, restitución de tierras y asistencia psicológica.
Del otro costado, las víctimas se muestran escépticas ante el movimiento de una maquinaria estatal que perciben desengrasada. “No se ha resuelto el conflicto y no hay garantías para un retorno seguro. El ejemplo más claro es que a una refugiada como Imelda Daza [miembro de un partido político de izquierda exterminado por los paramilitares], que estuvo 26 años en el exilio y lleva menos de uno de retorno, ya le han hecho un atentado”, asegura en un mensaje electrónico Juan Carlos Villamizar, representante de las víctimas en el exterior ante la mesa de negociación de La Habana del Gobierno y las FARC. El pasado abril, grupos herederos de los paramilitares, desmovilizados entre 2003 y 2006, paralizaron al menos 36 municipios. “Necesitamos más garantías para el retorno”, subraya Elkin Daza, secundado por sus compañeras de Asevicom.
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