A la espera de la Western Union en El Pireo
Ahmed y Amal son refugiados sirios con recursos para viajar a Europa huyendo de la guerra
Ni un segundo para presentaciones. Joven, palestina, llegada de la maltratada Alepo, en el norte de Siria, y con una sonrisa nerviosa fiel reflejo del éxtasis de la meta volante. “Lo siento, ese es el autobús de mi familia”, dice en un excelente inglés antes de romper el hielo. Agarra a una pareja y a un menor y les arrastra escaleras arriba al interior del bus. A los gritos de su interlocutor responde: “¡Nos vamos a Alemania!”. Ya están arriba. La sonrisa se sacude el nervio. Pasan unos minutos de las diez de la noche en el muelle E-2 del puerto de El Pireo, en el suroeste de Atenas. El ferry Blue Star Patmos –con un coste por billete de entre 60 y 76 euros-- acaba de dejar a alrededor de 2.000 refugiados, la mayoría de nacionalidad siria, tras surcar las aguas del Egeo desde Mitilini, capital de la isla de Lesbos. Empieza para muchos la segunda parte de su periplo hacia el norte de Europa. ¿Y ahora qué? “Tengo que esperar al dinero de la Western Union”, responde Ahmed, ingeniero sirio de 26 años, tras coger sitio en otro autobús.
El Blue Star Patmos, moderno, iluminado en el interior por una potente luz blanca, descansa vacío ya en el muelle de El Pireo. En escasa media hora, los 2.000 pasajeros de Lesbos han bajado, corrido y subido a los autobuses para repartirse por la capital griega o emprender sin demora el viaje hacia Macedonia. “Este autobús está ya demasiado lleno”, dice un empleado del puerto. Hay que esperar al siguiente, que hace cola a pocos metros. Todos son gratis. En cuanto se arrima el bus, empieza la carrera. Media docena de policías, no más, trata de contener a voces las avalanchas contra las puertas de los autobuses. Y algo logran. La consigna, no obstante, es clara: vía libre para que los migrantes pasen y prosigan su camino.
El del joven Ahmed, natural de Damasco, tiene como destino Suecia. A bordo de uno de los autobuses que lleva a la estación de metro del puerto relata, entre las risas casi adolescentes de sus compañeros de viaje, que estaban ya cansados de esperar en Mitilini –allí dice que gastó 600 euros en 10 días, sólo en agua y comida--, ciudad desbordada por la llegada de refugiados desde Turquía, a un tiro de piedra de Lesbos. El inglés que habla es bueno, aunque a veces consulta a su amigo Yusuf, de 22 años. “Estaré aquí hasta mañana, que es cuando mi familia me mandará dinero”, dice Ahmed, a la espera de que la Western Union, financiera estadounidense especializada en la transferencia de dinero, cumpla con el envío. No todos los refugiados que recorren estos días Europa pueden decir algo así. Muchos ya lo gastaron todo.
El joven Yusuf, nacido en Hasaka, en el noreste sirio, también sabe que adónde él llegó no lo puede hacer todavía el resto de su familia. Huye de una de las zonas más calientes del conflicto sirio, atrapada en la guerra entre yihadistas, rebeldes y kurdos. “Me jugué la vida, pero aquí estoy”, dice agradecido a la atención prestada. Los dos jóvenes, como muchos de los que el Patmos trajo hasta la capital griega y ya se tragó la noche ateniense, forman parte del vagón de primera clase de este tren de personas que huyen para encontrar cobijo en Europa.
Amal, de 20 años, nacida en Hader, junto a la frontera israelí, es el paradigma de estos migrantes con recursos. Viaja hacia Alemania. “Yo soy estudiante de Ingeniería Electromecánica; mi novio, de Arquitectura de Interiores. Ambos podremos beneficiar al país”. ¿Y por qué no se dirigen a Suecia como Ahmed y otros muchos? “La mayoría de los sirios van a Suecia porque no tienen nada que ofrecer”, contesta, “y los suecos necesitan ciudadanos para hacer de todo, por eso acogen a todo el mundo, mientras que los alemanes quieren gente que pueda beneficiar a su sociedad, que pueda aprender, trabajar…”. Mochila a la espalda, Amal, junto a su novio y varios amigos, llega a la entrada de la estación de metro, tras sortear el puñado de contrabandistas que aguardan para trasladar a su manera a los refugiados. “¿Crees que nos quieren engañar?”, pregunta la joven siria. No quieren saber nada de traficantes ni riesgos innecesarios, pero el grupo de Amal tiene prisa por seguir, incluso esa misma noche, hacia su próxima estación: Macedonia.
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