Somos otros
Si lograra convertirme en Quevedo, quizá dejaría de admirarlo y de leerlo
En algún instante de su heterodoxa galaxia Fernando Pessoa aseguró que “vivir es ser otro” y, en otro momento de sus variadas biografías, lanzó el aforismo de que “uno escribe porque la realidad no basta”. Hay días en que sueño despierto o duermo convencido de que me convierto en Jorge Ibargüengoitia; al día siguiente, camino unas calles bajo el supuesto camuflaje de haberme reencarnado en Salvador Elizondo o Adolfo Bioy Casares. En esas madrugadas, cualquier pluma parece una estilográfica antigua, las corbatas se anudan al revés y el pelo –aun despeinado—parece una fotografía en sepia, pero llega siempre el remanso de una serena resignación: si yo pudiera amanecer dormido, enfundado en la personalidad y biografía de cualesquier Otro escritor de los que admiro, tendría que sacrificar el atrevimiento de intentar escribir mis propios libros a costa de asumir que ya escribí las obras que precisamente me suscitaron admiración y, peor aún, en sacrificio de esa misma admiración. Si lograra convertirme en Quevedo, quizá dejaría de admirarlo y de leerlo.
En un hermoso texto titulado “No soy Auster”, Enrique Vila-Matas dibuja un atinado retrato sobre las tentaciones de la coincidencia y sincronías que nos unen con los escritores que tienen “encanto”. De que el “encanto” pueda considerarse una categoría para medir literaturas ya lo ha definido Fernando Savater: se trata de lo más parecido “a la simpatía que despiertan a primera vista ciertas personas afortunadas y que nos permite admirar sus virtudes sin envidioso recelo y disculpar graciosamente sus defectos. Esa simpatía literaria es lo que poseen Voltaire, de Quincey o Borges, pero no Anatole France, Goethe, Pérez Galdós o Máximo Gorki”. En consonancia, Vila-Matas explica con lucidez el encanto que destila Paul Auster y cada uno de sus libros, un imán que nos ha hipnotizado a cada uno de sus lectores, un acicate que incita o contagia no sólo el placer de la literatura, sino las ganas mismas de escribir. Pero Enrique Vila Matas explica que así como hay días en que desearía ser él mismo Paul Auster, así también abreva de la sana resignación de no serlo, pues afirma que “Si hay algo que –aparte de una máscara: las máscaras dan una tranquilidad asombrosa—tranquiliza enormemente es que haya alguien que, con toda seguridad, tiene más encanto que tú: alguien a quien podría ser que te parecieras pero al que, hagas lo que hagas, no te parecerás nunca. Por suerte. Porque así no te sentirás solo en el mundo. Así siempre tendrás a alguien a quien admirar. Así tendrás a otro, y en lugar de encontrarte sólo a ti mismo, podrás en el camino, de paso, encontrarte también al mundo”.
No soy Auster y no soy Vila-Matas, aunque hay días en que quizá desearía ser ellos, compartir algunos capítulos de sus biografías como espejos y recordar París tal como lo han vivido ambos o leer Manhattan tal como la han descrito en sus paseos y recuerdos. Pero no soy Vila-Matas para poder así afirmar mi admiración creciente por cada uno de sus libros y no soy Auster para seguir fincando la sana envidia que le tengo a cada uno de sus párrafos, incluso sus entrevistas y ni hablar del paisaje que le queda a unos centímetros de la cabeza, allí reposada en la almohada de al lado: esa mujer que duerme sabiendo que es un sueño.
Le debo muchos párrafos a la obra de Enrique Vila-Matas y aunque cada año anduve más de diez con el propósito de conocerlo en persona, terminaba los meses convencido de que quizá dependía enteramente del azar esa posibilidad. Tengo un amigo íntimo que se lo encuentra siempre sin cita y sin proponérselo en París –tres veces en la misma calle— y dice que a Vila-Matas eso le parece de los más normal, y por ende, espero que le parezca de lo más normal que me propongo ensayar un texto donde pueda fincar mis sinceros signos de admiración por su obra e intentar con ello el merecido reconocimiento que le han conferido a su obra con el Premio FIL de Guadalajara 2015.
Hace tiempo celebraba una profesión de fe que publicó Auster, que es al mismo tiempo una justificación contundente sobre la vocación de escribir y profesión de escritor, cuando declaró que “lo asombroso es que cuando uno está más solo, cuando penetra verdaderamente en un estado de soledad, es cuando deja de estar solo, cuando comienza a sentir su vínculo con los demás”. En el texto que celebro hoy confirmo que la supuesta soledad del silencio que rodea a todo escritor es, en realidad, un coro de felices necios que llevamos en la cabeza, un equipaje de gente que son los autores entrañables y sus obras inolvidables que guardamos de memoria –como queriendo haber sido también autor de ellas, sabiendo que no nos queda de otra más que intentar escribir historias propias. En el texto que celebro hoy de Vila-Matas confirmo que yo tampoco soy Auster, tanto como no soy Vila-Matas ni Quevedo ni Pessoa, ni Bioy y ni modo, para precisamente seguir leyéndolos con el idéntico asombro y la nítida admiración con las que los leí la primera vez… y con la misma atrevida adrenalina de escribir uno mismo sus historias, a la sombra y luz de las admiradas páginas que nos incitan a ello.
Más de una década después de haber leído por primera vez las páginas de Enrique Vila-Matas, hice fila para firma de uno de sus libros en una de sus recurrentes visitas a México. Me formé sin pedirle a muchos de los amigos mutuos que nos unen –sin saberlo—y tuve que esperar largo tiempo hasta llegar a la mesa, mirarlo de frente y asumir que era el último de la fila. Los amigos se encargaron de apuntalar las presentaciones, pero yo me alejé contento con haberle pedido una firma sin fardar conocencias mutuas y sin colarme a la cena que le tenían preparada. Me quería esfumar como personaje de sus libros y volver a leer cualesquiera de sus páginas como si realmente no hubiera trasncurrido una década de conversación en silencio, ya signada por mirarnos en persona. Quitado de la pena, espero poder darle un abrazo en Guadalajara, a la entrega del Premio FIL que se honra con su obra y ahora sí, colarme a la cena que le tienen ya preparada.
Paul Auster gusta de repetir que lleva consigo a todos los escritores que admira, “pero no creo que mi trabajo se parezca a ninguna de sus obras. No estoy escribiendo sus libros, sino los míos” y Enrique Vila-Matas agrega que “por lejos que uno se encuentre en un sentido físico (aunque esté en una isla desierta o encerrado en una celda solitaria), descubre que está habitado por otros”. Ambas reflexiones entrelazadas dan sentido al transcurrir de estos días, cada día, y explican ese raro murmullo de silencios que nos acompañan cuando supuestamente dormimos. Ambos escritores acompañan hoy este afán de saberme acompañado aunque muchos indicadores de la supuesta realidad concluyan que estoy solo. Ambos autores de obras que leo y releo, incluso en voz alta, se aparecen como fantasmas recurrentes en el diario devenir de un ejercicio: si uno se propone sobrevivir los días como un mero cumplimiento de horarios, calendarios y escenas que parecen cinematográficas, tarde o temprano se descubre que la vida está en otra parte… y si uno se encierra en la confusa noción egotista de que vaga a solas por el mundo, tarde o temprano descubrirá con admiración que siempre hay alguien, otro, ajeno, próximo o prójimo, vivo o incluso muerto que nos acompaña.
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