En la encrucijada
En Europa olvidamos que la tutela internacional de los derechos humanos se inició en América al mismo tiempo que entre nosotros
En la orilla europea del Atlántico olvidamos fácilmente que la historia de la tutela internacional de los derechos humanos se inició en el continente americano al mismo tiempo que entre nosotros.
En el mes de mayo de 1948, mientras que el Congreso de la Haya exigía la elaboración de una Carta de derechos humanos y la creación de un Tribunal de Justicia que sancionara las violaciones a los mismos, se clausuraba en Bogotá la IX Conferencia Internacional Americana, en cuya Acta Final los Cancilleres se comprometían a la creación de una Corte Interamericana para garantizar los derechos del hombre. No está de sobra recordar que en aquella misma reunión en la capital colombiana se aprobó la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el primer documento internacional que contiene un catálogo acabado de derechos. Seis meses más tarde, la Asamblea General de la ONU votó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El nacimiento del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 1959, y el de la Corte Interamericana 20 años después, se explican desde esta circunstancia fundacional coincidente en el tiempo. Es cierto, sin embargo, que la evolución de estos sistemas de garantía jurisdiccional internacional de los derechos ha sido muy distinta por razones que, seguramente, tienen tanto o más que ver con la política que con el derecho. Pero más allá de las diferencias entre ambos modelos, son mucho más relevantes las similitudes que dan sentido, que justifican la existencia de la Corte y del Tribunal: nada sería igual en América y en Europa sin las sentencias de una y otro en materias como la lucha contra la tortura, la libertad de expresión, la independencia judicial o las garantías procesales. Y la lista podría ser mucho más larga.
Nada sería igual en América y en Europa sin las sentencias de ambas en materias como la lucha contra la tortura o la libertad de expresión
La apertura de las Constituciones nacionales a la influencia del Derecho convencional es una realidad incuestionable. Basta con acudir a sentencias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de México, o de la Corte Constitucional colombiana, por poner dos ejemplos relevantes, para comprobar cómo la influencia de la Corte Interamericana no es puramente retórica; y basta con leer las sentencias de esta última para percibir como la influencia no es, no podría serlo, unidireccional.
Este panorama explica por sí solo la relevancia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de sus relaciones con los poderes judiciales de los 20 Estados de la OEA que han aceptado su competencia contenciosa. Se entiende también por esta razón que la Corte sea observada cada vez con más atención y su doctrina valorada críticamente, en uno u otro sentido, por autoridades políticas, académicos y comentaristas. La Corte Interamericana, puede decirse sin exageración, está en el centro del debate continental sobre los derechos humanos, haciendo así realidad los deseos de los autores de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, que pretendían hacer de la protección internacional de los derechos una "guía principalísima del Derecho americano en evolución".
Poco puede extrañar entonces que la inminente elección de cuatro nuevos jueces de la Corte Interamericana por la Asamblea General de la OEA haya atraído la atención de grupos de derechos humanos, ONGs, universitarios y partidos políticos. La Corte necesita los mejores jueces: independientes, moralmente irreprochables y juristas de alto nivel.
Alejandro Saiz Arnaiz es Catedrático Jean Monnet de Derecho Constitucional, de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.
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