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Tribuna
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¿Volver a empezar?

Tras el episodio del secuestro y la posterior liberación del general Alzate, el tiempo corre inexorablemente en contra de las FARC y el Gobierno colombiano

El general colombiano Rubén Darío Alzate ha vuelto a casa y dado explicaciones que no explican nada sobre qué buscaba en los remotos dominios de las FARC, con lo que su renuncia a seguir en el Ejército, voluntaria o inducida, parecía inevitable, y su consecuencia es que el presidente Santos le debe al país una versión más convincente de motivaciones y hechos. Algo parece, sin embargo, claro; las conversaciones de La Habana no pueden seguir como si no hubiera pasado nada.

Hay dos escuelas —o secuelas— de pensamiento. La optimista sería la de que la guerrilla ha devuelto al militar porque ha comprendido que ir secuestrando generales —si ese es el caso— no fortalece el proceso de paz, y que con el tablero en borrón y cuenta nueva la negociación entra en su fase decisiva. En términos no muy distantes se expresa la líder de la izquierda, Clara López, pero su apoyo sin fisuras al proceso ha de poner un poco en cuarentena tanta demostración de fe. La escuela pesimista sostiene, en cambio, que el proceso queda gravemente “fragilizado” y que cualquier nuevo incidente puede hacerle mucho daño. Como ha dicho Alfredo Rangel, una de las grandes cabezas pensantes del uribismo, un atentado de alguna gravedad obligaría al presidente a suspender de nuevo las negociaciones, y dos parones en solo unas semanas harían muy precaria su reanudación. La opinión colombiana puede hoy preguntarse por qué si el breve cautiverio de un general obliga a suspender el diálogo, la muerte de un sargento —es un decir— no habría de perturbar igualmente el diálogo cubano. La “incertidumbre”, en palabras de Rangel, domina las conversaciones.

Durante los dos primeros años de proceso ha servido aceptablemente la jaculatoria de que se negocia como si no hubiera guerra y se hace la guerra como si no hubiera negociaciones, por lo que nada estará acordado hasta la firma del acuerdo final; así, el poder legítimo no cesa en su acción antiguerrillera y las FARC no pueden aprovechar la tregua para reorganizarse en la jungla. Pero la eventual fragilidad del proceso jubilaría ese punto de partida. Algo querrán las FARC por soltar al militar como sería la declaración de un alto el fuego o un canje de prisioneros, tal cual se daría entre dos potencias equiparables ante la comunidad internacional. Pero Bogotá difícilmente puede acceder a concesiones que el país vea como un quid pro quo entre iguales. Por todo ello, aunque es probablemente imposible firmar un alto el fuego con luz y taquígrafos, cabe preguntarse si sería viable un acuerdo de facto para abstenerse de complicarle la vida al prójimo.

El tiempo, esa tortura de todas las soluciones complejas, corre inexorablemente en contra tanto de las FARC como del Gobierno. La negociación supura irrelevancia cuanto más dure. Si quiere que haya firma, el Gobierno habrá de renunciar a castigar ejemplarmente a los insurrectos así como a una plena reparación de las víctimas, todo lo que no va a gustar nada a la opinión; y la guerrilla deberá entender que su única posibilidad de no acabar siendo derrotada se debate en La Habana. Hoy hace falta paz para negociar la paz.

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