A Iguala le faltan más que 43
En la ciudad donde desaparecieron los jóvenes los secuestros eran habituales y los nexos entre el alcalde y el narco, un secreto a voces
Jorge fabrica piñatas y decora con globos las fiestas. Su empresa familiar lidera el sector en el centro de Iguala, aunque en los últimos años, este municipio guerrerense de 120.000 habitantes tiene poco que celebrar. Para él la pesadilla no comenzó la noche del 26 de septiembre, cuando seis personas fueron asesinadas y 43 estudiantes de magisterio desaparecieron tras un enfrentamiento con la policía local. Ocurrió un mes antes, el 23 de agosto, al recibir una llamada de teléfono en la cual le informaban del secuestro de su esposa y tres hijos pequeños.
“Se los llevaron con engaños, le dijeron que me tenían a mí, que llevase el dinero y a los niños para disimular”, cuenta sesenta días después. “Empecé a buscar con el apoyo de los compañeros de la UPOEG”, la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, una especie de guardias comunitarias que están dirigiendo los grupos de búsqueda y las movilizaciones ciudadanas en la región. Jorge explica que enseguida habló con José Luis Abarca, entonces presidente municipal de Iguala y hoy prófugo de la justicia tras ordenar el ataque a los estudiantes. “Le pregunté si él tenía algo que ver. Me dijo que no. ¿Seguro?, seguro, me repitió”. Las conexiones entre el narco, la presidenta del DIF municipal, María de los Ángeles Pineda y el propio Abarca eran un secreto a voces entre los vecinos. La esposa de Jorge lo ayudaba con las piñatas. Cree que la localizará en breve, la misma esperanza que han albergado durante semanas los familiares de los normalistas.
La ciudad de Iguala, boca de entrada a la violenta región de Tierra Caliente, amanecía el miércoles empapelada. De las farolas, edificios públicos y restaurantes colgaba el cartel con el rostro de los 43 jóvenes perdidos, la radio emitía anuncios oficiales que prometían suculentas recompensas y el establecimiento de la plaza servía quesadillas al ritmo de la guitarra de un lugareño. Una extraña forma de convivir con el fantasma de la tragedia gestada en sus calles semanas atrás, después de un acoso de años del crimen organizado. La calma tensa estallaría horas después, cuando al mediodía jóvenes encapuchados rompían los cristales y prendían fuego al edificio consistorial tras una multitudinaria marcha que pedía justicia por los estudiantes.
“Antes la gente estaba en la calle a las tres de la mañana, las familias paseaban a las once de la noche, pero llegaron los malandros”
Un taxista que ofrece servicio a un costado de la plaza recuerda que hace cinco años el pueblo de Iguala era un lugar tranquilo. “La gente estaba en la calle a las tres de la mañana, las familias paseaban frente a la iglesia a las once de la noche, pero llegaron los malandros”, dice para referirse a los narcotraficantes del cartel local, Guerreros Unidos. “Tenía compañeros que subían como pasajero a un integrante de una banda. Entonces llegaban sus rivales y lo mataban. Y después al taxista para que no hubiese testigos”.
“¡Lo que tuvo que pasar para que voltearan a ver a Guerrero!”, se queja una joven de unos veinte años tras el robo de televisores en un centro comercial al que han acudido en auxilio unos cuarenta elementos de la policía federal. “El ambiente era muy pesado, muy tenso. La policía municipal te paraba por las noches, te preguntaban si habías tomado (bebido) aunque estuvieras subida en un taxi. Te acusaban y te pedían 3.000 pesos o la cárcel”, cuenta desahogándose.
“La cuna de la bandera nacional- como reza el lema a las puertas de la ciudad junto a un Mc Donalds y una cadena de supermercados- se ha convertido en cuna de la sangre”, gritaban los manifestantes el miércoles 22. Iguala, la tercera ciudad más poblada de Guerrero, fue también escenario de grandes episodios en la historia de México, como la consumación de la Independencia. La urbe aparece mencionada en el himno nacional y fue la primera capital del Estado. Hoy su economía está basada en la agricultura, la ganadería, y sobre todo, el comercio.
"Solo espero que la ciudadanía se levante, porque el pueblo puso al Gobierno y el pueblo lo puede quitar”
“Esta es una ciudad trabajadora, organizada, culta, religiosa, con vida propia y posibilidades, a diferencia de Chilpancingo, que es burócrata y depende del presupuesto. Aquí no, aquí la gente siempre tuvo recursos propios”, defiende el sacerdote Francisco Javier Tejeda Camacho, que oficia en la parroquia del centro de Iguala, a pocos metros de Ayuntamiento. La conversación transcurre en su despacho, en los escasos minutos que restan para la misa de siete. “Es una ciudad muy bonita, trabajadora y progresista”. Para él los problemas comenzaron con la llegada de gente foránea que nunca consiguió echar raíces en Iguala. “Hoy mismo asistíamos como espectadores molestos a esta expresión violenta de quienes están exigiendo justicia atropellando los derechos de esta ciudadanía”, dice tras la quema del consistorio. Tejeda Camacho asegura sin cambiar el tono sosegado de la charla que la comunidad está dolida por los acontecimientos. “Teníamos alguna sospecha de que el ambiente político se estaba descomponiendo, cada vez más tenso y nublado. Ahora frente a todo lo que ha sucedido nos sentimos defraudados por las autoridades. Esto a la puerta de la campaña electoral enrarece el ambiente político”, dice a unos meses de los comicios municipales y estatales que se celebrarán el 7 de junio. “Creo que vienen tiempos difíciles, que la campaña va a estar plagada de violencia y tenemos que prepararnos para lo que venga.”
A última hora de la tarde, sobre la plaza central, Miguel Ángel Jiménez, integrante de la UPOEG, trata de convencer a unos comerciantes de que denuncien la situación de violencia y sometimiento que han vivido desde hace tiempo. Ellos asienten, pero piden que regrese mañana, deben pensarlo. La edición vespertina del diario local La Tarde luce en los quioscos del parque, con las fotos del palacio municipal ardiendo en primera plana. Todavía huele a humo en la calle, aunque los bomberos llegaron hace horas.
“La ciudadanía está asustada”, confirma Jorge, que hilvana frases como si estuviera repitiendo un discurso aprendido de memoria. “Ahora tenemos aquí a las fuerzas federales, pero nadie sabe qué pasará cuando se vayan. Antes los secuestros eran a diario, se llevaban a la gente con la ayuda de los municipales. El hallazgo de fosas clandestinas no resulta extraño para nosotros. Solo espero que la ciudadanía se levante, porque el pueblo puso al Gobierno y el pueblo lo puede quitar”. Por ahora, Iguala es una ciudad sin ley ni consistorio, que contiene la respiración pendiente del paradero de familiares, amigos, vecinos. Muchos más de 43.
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