Cambios de agenda
China, y en menor medida Rusia, mueven sus hilos en América Latina
En un mundo sin paradigmas, en el que no se sabe bien dónde radica el centro del poder del dinamismo social, en un mundo que administra el terror al presente, incapaz de asumir el pasado y organizar el futuro porque la noción de progreso fue abolida por la posmodernidad, resultan interesantes algunos datos de la realidad latinoamericana.
La América que habla español no es un subcontinente ni es una sola: son muchas las Américas. Hasta hace sólo 25 años eran un territorio donde la democracia, que funciona desde hace más de un siglo en la mayor parte de Europa y desde luego en la Gran República del Norte, constituía un producto exótico, aspiracional e imposible para quienes rezan, piensan, sueñan, pero sobre todo, sufren en español.
La agenda, si es que existe tal cosa, está cambiando. Dos ejemplos. Primero, 10 años después de la creación del ALBA, la tercera elección de Evo Morales en Bolivia permite ver por dónde va el socialismo del siglo XXI: un discurso y una retórica indigenista y de izquierda, con políticas y tratamientos de derecha. Segundo, la decisión de sentar a Venezuela en el Consejo de Seguridad de la ONU como uno de los 10 miembros no permanentes, es decir, con voto, pero sin capacidad de veto. Pero, aunque ya estuvo presente en este organismo en cuatro ocasiones anteriores, ¿quién sentó a Venezuela en la ONU? ¿Qué sigue?
Para empezar, la extraña alianza contra un solo enemigo. Hubo un momento en que en el mundo que habla español era más fácil ser oposición que Gobierno porque el enemigo común era Estados Unidos de América. Después, surgieron las banderas de la dignificación territorial que, siguiendo el camino fracasado y sanguinario de los Castro en Cuba, tuvieron en Hugo Chávez su representante más depurado, tras el baño del populismo filofascista que representó el fenómeno del peronismo.
Hoy, China, verdadera dueña de Venezuela, y Rusia, verdadera garante de la estabilidad militar de la zona y los restos del naufragio castrista, son quienes llevan a que Venezuela se siente durante dos años en el histórico edificio de Naciones Unidas. A simple vista, resulta curioso, aunque lo cierto es que la ONU nunca ha llegado a servir para aquellos fines por los que fue creada. Es sabido que los seres humanos respondemos ante la violencia o el miedo, y sólo cuando no tenemos más remedio, por inteligencia y previsión.
No ha habido una III Guerra Mundial, pero ha habido tantos conflictos bélicos que han convertido la Tercera en un escenario inimaginable cuyo primer rasgo fue el nacimiento de la guerra religiosa de esta centuria, representada por el hundimiento de las Torres Gemelas.
En esta ocasión, Estados Unidos no ha gastado ni tiempo ni esfuerzos para impedir la entrada de Venezuela. Hugo Chávez ya lo intentó, pero George W. Bush, en uno de los pocos momentos en los que miró a América Latina, lo impidió.
Ahora no lo han aceptado por Nicolás Maduro —que no importa nada—, o por la propia Venezuela, que es una tragedia para los venezolanos, sino porque son Rusia y China los autores de esa extraña doble jugada.
Ese cambio de agenda obliga a los nicaragüenses no sólo a hacer compatible la cruz del cristianismo con el sandinismo, algo que ya se ha hecho, sino a tener al chino como segundo idioma obligatorio porque son los asiáticos quienes ocupan el país, a cambio de construir un canal interoceánico. El cambio de agenda está claro. Si el mundo está desordenado, la tendencia natural de América Latina al desorden encuentra su quintaesencia en estos momentos.
Sobre todo, porque la no sustitución de imperios dominantes (una cosa es la influencia económica o militar de Rusia o China, y otra muy diferente es el sometimiento imperial) está haciendo que modelos antagónicos, montados en la brecha social, estén constituyendo una nueva agenda.
Si los 100.000 millones de dólares (unos 74.000 millones de euros) para inversiones en infraestructuras del nuevo banco de los BRICS (cuya sede está en Shanghái) son al final una realidad, el espacio a llenar por los cinco países (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) es inmenso. Sobre todo, porque el ejemplo del canal nicaragüense va a ser la verdadera prueba de laboratorio para ver qué queda de las moléculas históricas de los países latinoamericanos.
Los chinos, en el caso de Nicaragua no sólo llevan billones de dólares, sino que han impuesto unas condiciones lesivas para la soberanía que incluyen importar a 50.000 trabajadores chinos.
En el caso de Brasil, su principal socio comercial es ya Pekín. No sé si desde el punto de vista macroeconómico o competitivo la relación es positiva, lo que sí sé es que para resolver el gran desafío del siglo XXI de la América Latina, es decir, el desajuste social, esas sociedades, esos poderes determinantes se caracterizan por la insensibilidad total hacia la desigualdad social. Si no, observen a Rusia y China.
Colocar a países incapaces de garantizar ni su propia seguridad como garantes de la seguridad del mundo es una broma. Pero, sobre todo, es la expresión palpable de un cambio.
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