¿Sienten algo los corruptos?
Cuando la política ignora el dolor del mundo para dar paso al cinismo, se están abriendo las puertas a la barbarie
¿Son los políticos capaces de tener sentimientos? ¿Y los corruptos? La política debería ser una de las artes más nobles ya que su finalidad es la búsqueda de la felicidad de los ciudadanos que colocan su confianza en sus representantes. ¿Es así? ¿Existen en ella sentimientos o está solo hecha de frías negociaciones, compromisos, intrigas y corrupciones?
Con motivo de las últimas denuncias contra la empresa brasileña Petrobras, que fue orgullo mundial, hemos visto en los medios de comunicación una verdadera danza de cifras de millones de dólares que en buena parte podrían haber acabado en el bolsillo de quienes deberían haber vigilado una empresa creada con el esfuerzo de miles de ciudadanos.
Es una danza de ceros que se repite en las ya rutinarias acusaciones de corrupción política. Una danza que revela el poco aprecio que existe por el dinero público, fruto del esfuerzo cotidiano de tantos trabajadores o de pequeños empresarios que trabajan cuatro meses gratis para el Estado para pagar impuestos. ¿Para recibir qué a cambio?
Bastaría con usar esas cifras estelares de la corrupción, que se mide ya en miles de millones y que un simple trabajador ni consigue calcular, para que Brasil pudiera ser un país con una mejor calidad de vida sin aparecer siempre en el furgón de cola en las encuestas mundiales en educación, violencia y desarrollo humano.
¿Qué sienten respecto a sus gobernantes esos millones de hombres y mujeres que luchan para que no les falte a sus hijos lo necesario, al toparse con esa danza de los guarismos de la corrupción que acaba perdiéndose casi siempre en el pozo de la impunidad?
En ese macabro baile de cifras, un millón de reales ya es considerado un pecado venial. Y sin embargo, para ganar ese millón, una profesora de escuela primaria, con un sueldo medio de 1.500 reales mensuales, ¿saben cuanto años debería trabajar? Exactamente 70, es decir, dos vidas laborales.
Pienso también en tantos trabajadores a sueldo, que se dejan en su tarea su salud y, a veces, hasta su vida, como ha ocurrido con los ocho trabajadores muertos en las obras de construcción de los nuevos estadios de la Copa (por Dios, Pelé, que la vida de una persona vale más que todos los estadios y los mundiales del mundo juntos).
Pienso en los millones de funcionarios anónimos de los hospitales, de campo, de los servicios públicos de limpieza, de las trabajadoras del hogar que realizan un trabajo oscuro a favor de todos nosotros con un sueldo que les da, justo, para vivir en estrechez.
Me pregunto lo que deben sentir íntimamente todos los que necesitan usar diariamente dos o tres medios públicos de transporte para ir al trabajo y que a veces hacen kilómetros a pie para ahorrarse unas monedas, cuando ven a algunos políticos usando, sin necesidad, aviones y helicópteros del Ejército o de empresarios -a veces corruptos- por pura comodidad o porque se consideran disminuidos viajando como todos los mortales.
Nadie, ni siquiera los trabajadores más humildes, exige a sus políticos que hagan voto de pobreza o que dejen de usar los medios que necesitan para ejercer con eficacia su trabajo. Lo que piden y exigen es que los impuestos reviertan en beneficio de todos. Y no solo de unos pocos.Y que no les roben.
¿Y qué sienten los corruptos? ¿Sentirán por lo menos un mínimo de desasosiego, sabiendo que ese dinero que les enriquece ilícitamente y que ellos despilfarran, a veces hasta con descaro, lo sustraen a la fatiga de los demás?
¿Conseguirán sentir, como un lamento en sus conciencias, que ese dinero de la corrupción está hecho con con las lágrimas de tanto trabajo duro de gentes que tienen que hacer fila para todo, que sufren la violencia institucional cada vez que piden lo que les pertenece por ley y por justicia? Y no estoy hablando de los más pobres ni de los negros, sino también de la clase media blanca, cada vez más sacrificada.
Hay quien asegura que esos corruptos no solo no albergan esos sentimientos de vergüenza, sino que hasta piensan que la gente “vive demasiado bien”, ya que “nunca tuvieron tanto como hoy”. Se refieren a la gente de a pie, a las personas sin privilegios a las que les producen vértigo las cifras astronómicas de la corrupción.
Cuando en una sociedad acaban desapareciendo los sentimientos, sin que la ilegalidad llegue a quitar el sueño a nadie, todo el resto (desde las comisiones de investigación del Congreso a las posibles reformas políticas) será tristemente inútil y fácilmente burlado.
La primera gran reforma debería empezar con el apremio de ciertos sentimientos básicos de decencia a quienes rigen los destinos de la comunidad. Ese pudor que deberían albergar los que la sociedad elige con su voto para que cuiden del bienestar de todos, y no para que se conviertan en peligrosos ladrones del gallinero.
Cuando en la política los sentimientos de compasión se apagan y se ignora el dolor del mundo para dar paso al cinismo, estamos abriendo peligrosamente las puertas a la barbarie.
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