La izquierda en el infierno
Su programa, a día de hoy, consiste en denunciar la austeridad, pero en realidad no propone nada
En ninguna otra parte como en el proceso de construcción de Europa se puede medir la derrota histórica de la izquierda. Que ésta haya renunciado a cambiar el mundo, se sabía desde finales de la Segunda Guerra Mundial, y la construcción de un capitalismo del bienestar excusaba ampliamente esta renuncia. A principios de los años ochenta del siglo pasado, la emergencia de un eje francoalemán dinámico, de un proyecto de unión de naciones democráticas europeas, tanto para oponerse a los primeros estragos de la globalización liberal como para hacer frente a una Unión Soviética en plena crisis, aceleraría vigorosamente, primero, el establecimiento de un mercado único, después, la idea de una moneda única que reagrupara a varios países.
En cualquiera de sus iniciativas hay, sin embargo, que rendirse ante la evidencia: la izquierda europea, dividida, sin perspectivas comunes, iba a someterse, a pesar de algunas baladronadas relevadas por un Parlamento Europeo sin poder, a una visión economista y neoliberal de la derecha europea. A su manera, Tony Blair fue quien mejor encarnó esta orientación, que, se diga lo que se diga, es actualmente la de toda la izquierda reformista europea. La izquierda no solo no tiene perspectiva propia, no solo ha perdido en todas partes —salvo en Alemania y en los Países Bajos— el contacto con las capas populares, sino que hoy en día es incapaz de enfrentarse a la dramática ofensiva de los neoconservadores para hacer pagar la crisis económica a las capas asalariadas. Ni siquiera los sindicatos, con frecuencia clientelizados por el sistema institucional europeo, logran movilizar a los pueblos duramente azotados por la política de austeridad impulsada por Bruselas, el FMI y el Banco Central.
Esta derrota de la izquierda no es únicamente social; es, antes que nada, cultural y política. Cultural porque no ha sabido extraer, de su fondo de sueños de emancipación y de experiencia de luchas adquiridas a lo largo de más de un siglo, una visión que le permitiera hacer frente a la expansión ilimitada de la sociedad de consumo, a la destrucción del medio ambiente, a la ausencia de solidaridad para con los nuevos proletariados (inmigrantes, marginales, jóvenes sin empleo), a la destrucción de la ética social y a la expansión de la corrupción a través de una avalancha universal hacia la acumulación de dinero.
La izquierda no tiene perspectiva propia, hoy en día es incapaz de enfrentarse a la dramática ofensiva de los neoconservadores
Fue en Francia donde esta carrera hacia el enriquecimiento conoció su mejor expresión, precisamente, bajo el reinado de François Mitterrand durante los años ochenta, cuando éste nombraba ministro a Bernard Tapie, que acabaría en prisión por corrupción. Y es de nuevo debido a una curiosa ironía de la historia de la izquierda francesa por lo que ésta, de vuelta en el poder hace ahora un año, se encuentra actualmente enzarzada en uno de los mayores escándalos de corrupción al haberse convertido el propio ministro de Hacienda, Jérôme Cahuzac, en defraudador del fisco francés. Fuera, el panorama de la izquierda no es más reluciente.
Así pues, se trata también de un fracaso identitario de la izquierda. Viene acompañado de una impotencia política que se asemeja demasiado a una complicidad con las élites liberales. Su programa, a día de hoy, consiste en denunciar la austeridad, pero en realidad no propone nada. No tiene ideología propia sobre Europa, sigue prisionera del europeísmo beato de los partidarios de la alianza derecha-izquierda en las instituciones europeas. François Hollande llegó al poder hace actualmente un año con la promesa de enfrentarse a la orientación liberal de la señora Merkel; pero se ha sometido en la práctica, relaciones de poder obligan.
Es que la Europa liberal se ha convertido en el marco de coacción de cualquier política europea posible; el fracaso más estrepitoso de la izquierda es su incapacidad para proponer una arquitectura política europea que pueda conducir a una reorientación social y económica de esta Europa. Los movimientos que nacen paralelos, o contra, la izquierda reformista, parecen por su parte condenados a tan solo poder gritar su indignación, a paralizar, a veces, el funcionamiento de las instituciones (Italia), pero en cualquier caso son incapaces de mover las relaciones de fuerza. Puede que este descenso a los infiernos no haya llegado todavía a término, pero lo que sí es seguro es que la ausencia de una alternativa social y política creíble, emancipadora, progresista, cuesta cara, muy cara, a los pueblos europeos, cuyo destino, en adelante, parece ser sufrir indefinidamente la austeridad.
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