El sol no sale en Cité Soleil
Es el barrio más pobre del país más pobre de América, Haití También el más peligroso La vida en Cité Soleil transcurre sin que nada cambie Ni el terremoto que asoló la zona en enero de 2010, ni la posterior atención internacional han sacado a sus habitantes del paro, la suciedad y la violencia
Hubo una guerra en Cité Soleil de la que Herold Charles salió herido. A un lado del campo de batalla se atrincheraban las bandas de Amaral Duclona, de Ewens Ti Coto, de Dread Wilmé: los pandilleros armados de fusiles que hicieron correr la voz de que Cité Soleil, el más pobre de los barrios del país más pobre del hemisferio occidental, era además el más violento del Caribe. Contraatacaban al otro lado los soldados de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití, la Minustah, que desembarcaron en la isla en febrero de 2004 para traer la paz, un día después de que el presidente Jean-Bertrand Aristide partiera al exilio en un Boeing 707 con rumbo a Sudáfrica, tras ser derrocado por un golpe de Estado.
Los muros de la agencia de loterías St. Celeste Bank, de la boutique Le Samaritan, los techos de zinc de las chabolas y el flanco izquierdo de Herold Charles conservan las huellas del fuego que entre 2004 y 2007 intercambiaron ambos bandos. Herold se alza la camisa. Muestra la hernia que le cuelga del ombligo y, un par de centímetros a la izquierda, la cicatriz de una bala de fusil que le atravesó el cuerpo. Señala el lugar exacto de la calle donde le alcanzó la bala y donde cayeron muertos un maestro de escuela y dos vendedoras de fruta. Cuenta cómo se puso a salvo en un depósito de mercancías, cómo lo llevaron a rastras al hospital de St. Catherine y cómo pidió a los médicos que le salvaran la vida. “En Haití siempre se dice que cuando vives en Cité Soleil no eres inocente. Pero yo sí, soy uno de los inocentes”.
¿Cuántos son? Nadie lo sabe, porque nadie se atreve a contarlos. Pero se estima que en esta explanada de unas 200 hectáreas, que comienza a espaldas del aeropuerto y acaba en la bahía de Puerto Príncipe, viven unas 300.000 personas. Y se tiene la certeza de que el hacinamiento de Cité Soleil comenzó hace 40, con una matanza de cerdos y dos incendios.
François Duvalier llamó a este lugar Cité Simone, en honor a su esposa, Simone Ovide. Ella –mulata, esbelta, huérfana– era enfermera en uno de los hospitales donde Duvalier –médico sanitarista, electo en 1949 como presidente de Haití– se ganó el favor de los más pobres por salvarles del tifus y de la malaria, y el mote de Papa Doc. Simone Ovide fue el poder detrás del trono durante los 37 años de la dictadura que condujo su marido y que luego heredó Jean-Claude, el hijo menor de ambos.
Cuando se fundó, en 1958, Cité Simone era una villa de 52 casas, construidas para dar albergue a los trabajadores de la Haitian American Sugar Company (Hasco), una central azucarera estadounidense que en las décadas siguientes se convirtió en la segunda fuente de empleo más importante del país, que pagaba un poco más de cuatro dólares por cada jornada de 12 horas.
En haití siempre se dice que cuando vives en cité soleil no eres Inocente”
“No importaba de qué lugar de Haití vinieras. En Hasco había trabajo para ti”. Jean Louis Phenold tiene ahora 49 años y fue uno de los campesinos que emigró a Puerto Príncipe en la década de los ochenta del siglo pasado, cuando una campaña de exterminación de cerdos creole, ordenada por Estados Unidos para prevenir la propagación de una epidemia de gripe porcina, asoló la provincia haitiana. “Cité Soleil era entonces un buen lugar para vivir y trabajar”. El barrio ya había crecido: en 1966, el Gobierno de Papa Doc construyó más casas para los damnificados de un incendio que arrasó la villa vecina de La Saline; y en 1972, su hijo, Baby Doc, envió allí a los damnificados de otro incendio que consumió los alrededores del mercado de Puerto Príncipe.
Cité Soleil es hoy día el mosaico de ladrillos de arena y techos de zinc que miran por la ventanilla los pasajeros que despegan o aterrizan del aeropuerto internacional Toussaint L’Overture. Hay 34 pequeños barrios dentro: Bois Neuf, Boston, Partie Droullard, Brooklin, Linthau; una sucesión de viviendas del tamaño de una habitación cada una donde viven familias con tres, cinco y siete niños, que ya no salen a saludar el paso de los aviones, acostumbrados a escuchar a toda hora su estruendo. A la comuna la atraviesa un delta de aguas negras: seis gruesos canales por los que corren las aguas residuales de las comunas altas de la zona metropolitana de Puerto Príncipe, que desembocan en las aguas del puerto. Punto donde atracan cada día veleros que han zarpado de Jeremie, de Cabo Haitiano, de Miragoane, para traer cargas de carbón, plátanos y madera y llevarse pacas de ropa de segunda mano, comestibles en lata y detergentes importados.
Del complejo azucarero Hasco quedan solo las ruinas. Un amasijo de almacenes y calderas carcomidas por el salitre. La locomotora del tren que llevaba el azúcar hacia el puerto, bañada de herrumbre. Y la chimenea que, hasta la quiebra de la empresa en los años siguientes a la caída del duvalierismo, sonó tres veces al día para anunciar el comienzo y el fin de la jornada de más de 3.500 obreros haitianos que ahora vagan por Cité Soleil sin hallar otro empleo.
El profesor Allain Gilles, vicerrector de la Universidad Quisqueya, los ha estado observando. “Esa gente que ves en las calles, sin hacer nada, está trabajando. ‘Trabajar’ significa en Haití que estás recibiendo un cheque del Estado o de las organizaciones no gubernamentales”. Varias décadas antes de que el terremoto del 12 de enero de 2010 sacudiera la zona metropolitana de Puerto Príncipe con catastróficas consecuencias, este país ya era el epicentro de la pobreza occidental, y el Estado y las pocas empresas privadas ya dependían de la renta de las donaciones internacionales. “Cerca del 80% de la población ha vivido así durante cinco o seis generaciones y es normal para ellos”.
Aquí trabajar significa que estás recibiendo un cheque del estado o de las organizaciones no gubernamentales”
Con 146 combates ganados y 4 perdidos, a Evens Pierre se le conoce en los cuadriláteros como The Sun City Kid, el muchacho de Cité Soleil. Cuando camina por la polvorienta Rue Soleil 13, deja una estela de mujeres que suspiran y de niños que lo vitorean. Tiene ahora 28 años. Jacques Deschamps es el empresario haitiano del boxeo que lo descubrió liándose a golpes en las plazas del centro de Puerto Príncipe cuando era un chico de 17. Deschamps lo alimentó, lo entrenó y arregló para él su primera pelea amateur en Panamá. Allí vive desde hace ocho años y ha venido de visita.
Si sus contrincantes le temen por decir que ha nacido en Cité Soleil, mejor para Evens. “Hay magistrados, diputados, que vienen de este barrio y no se atreven a decirlo. Pero cuando yo sea campeón mundial, sí lo voy a decir: yo sí soy de Cité Soleil”. Aquel 12 de enero de 2010, Evens Pierre estaba dentro de la casa de sus hermanos, en la calle 19 de Village Reinassance, en Cité Soleil, que con el terremoto se vino abajo. Salió con vida. Cinco meses más tarde, ganó su primer título de la WBA, la Asociación Mundial de Boxeo, y volvió de inmediato al barrio para celebrarlo. Los dólares que Evens hace con los puños los envía una vez al mes a Puerto Príncipe, y de eso viven sus cinco hermanos desempleados.
De eso y de la caridad vive la población entera de Haití: el 2% que son ricos, el 8% que es clase media y el 90% que son pobres. Más de la mitad del dinero líquido que corre por las calles de la isla lo aporta la diáspora haitiana, instalada en su mayoría en República Dominicana, Estados Unidos y Canadá; los 1,5 millones de haitianos que huyeron del país en tres oleadas: durante la ocupación norteamericana (1915-1934), durante la dictadura de los Duvalier y a fines de los sesenta, en la emigración de los boat-people. Los expatriados envían a sus familiares aproximadamente 1.500 millones de dólares anuales: el equivalente a la mitad del presupuesto de todo el país. En cada esquina de Puerto Príncipe hay una oficina de Western Union o de Money Gram que hacen circular ese dinero fresco. El Gobierno del presidente Michel Martelly se queda con una parte, desde que en mayo pasado estableció un impuesto del 1,5% sobre todas las transferencias que vienen del extranjero.
Cuando las remesas llegaban, antes del terremoto de 2010, se agotaban los frascos de crema desrizante marca Prima y los tubos de Raaja Body Lotion en el puesto del mercado de madame Fleurant Ilerest. “Hace cuatro años, la gente tenía más dinero para comprar. Ahora la vida no es buena ni en la calle ni en la casa, pero siempre es mejor estar en la calle haciendo algo”, se queja la vendedora. Son las siete de la tarde del 6 de septiembre de 2012 y desde que salió a trabajar, a las seis de la mañana, solo ha vendido el equivalente a 200 gourdes: 5 dólares americanos. Al menos el marido de Fleurant tiene trabajo: es el hombre que abre y cierra la llave del agua en el Centro Autónomo Metropolitano del Agua Potable. El agua potable que no llega a Cité Soleil.
Quienes buscan empleo fuera de la comuna prefieren no confesar que viven en Cité Soleil. “Si escribes en tu hoja de vida que eres de acá, seguramente no te dan el empleo que buscas”, dice Reginald Louis, técnico en comunicaciones de 35 años, con cuatro hijos, desempleado desde que el Gobierno anterior, del presidente René Préval, privatizó la empresa de telecomunicaciones Teleco. Desde hace poco más de un año, Reginald trabaja recolectando basura para una organización no gubernamental que promueve el reciclaje. Durante los ocho meses siguientes al terremoto vivió en un campamento de damnificados; luego volvió a mudarse a su vieja casa del barrio Soleil 11. En una de las paredes cuelga un retrato del expresidente Aristide, y a la derecha, un machete. “Aristide es como mi padre. Cuando él estaba en el Gobierno, yo tenía trabajo, y el saco de arroz que ahora cuesta 1.500 gourdes costaba 800”, dice. “Sí es verdad que las familias envían dinero desde fuera. Pero cuando el dinero se acaba, la gente roba porque tiene hambre”.
A los miembros de la Liga de los Vuduistas de Cité Soleil les preocupa el vértigo con que han ganado terreno la fe de los evangélicos y las muertes violentas, y creen que solo uno de los suyos puede salvar a la comuna de las garras de la oscuridad. “Ningún político ha hecho nada por Cité Soleil, y por eso es que el coordinador de la Liga vuduista ha decidido lanzarse como candidato a alcalde de la comuna”, explica Cheguevara Kermidor: un hougan (sacerdote vudú) de 51 años que en la década de los ochenta conspiró contra Jean-Claude Duvalier y que durante un breve exilio en Cuba adoptó como suyo el nombre de Ernesto Che Guevara. Él y Merite Merissaint –mujer, de 40 años– dirigen la sucursal de la Liga de la calle Soleil 17.
La Federación Haitiana de Iglesias Protestantes calcula que la mitad de la población haitiana se ha sumado a su redil y se jacta de tener representación parlamentaria en la Asamblea Nacional de Haití. La religión vudú, la amalgama sincrética practicada por los esclavos negros durante los siglos de la colonia, se ha visto obligada a abrir el secreto de sus ritos para no perder practicantes. Los vuduistas comenzaron a agruparse en ligas, en asociaciones, y en 1997 un concilio de más de 70 hougans de toda la isla acordó la elección de una autoridad única: la mayoría de los votos favoreció a Max Beauvoir, un bioquímico formado en París y Nueva York, que desde entonces se hace llamar “el Papa de vudú”.
“La misión vuduista es repensarlo todo, guiar a los jóvenes que no tienen guía ni empleo, que cambien las pistolas por los libros”, dice Cheguevara Kermidor. La Liga ha enviado cartas a todas las ONG y agencias de cooperación que trabajan en Cité Soleil, pidiéndoles financiación para llevar a cabo sus proyectos sociales. Ninguna ha respondido.
Las nuevas bandas de cité soleil no tienen nombre, pero tienen zonas, una por cada barrio de los 34 de la comuna
La guerra entre los cascos azules y las pandillas de Wilmé, Duclona y Ti Coto terminó oficialmente en febrero de 2007, con una última batalla que se prolongó 12 horas. La Minustah ha multiplicado sus fuerzas. En los últimos ocho años, 57 países han enviado a sus soldados y policías a guardar el orden, el Estado de derecho, las elecciones libres, los derechos humanos, y garantizar el desarme en Haití. Hay tropas de Burkina Faso, Burundi, Camerún, Chad, Costa de Marfil, Egipto, Rusia, Guinea, Jordania, Kirguizistán, Madagascar, Malí, Nepal, Níger, Nigeria, Pakistán, Ruanda, Serbia, Sierra Leona, Sri Lanka, Togo, Turquía, Yemen… Las patrullas de Brasil siguen encargadas de la vigilancia de Cité Soleil. La policía de Haití monta retenes a lo largo de las principales avenidas.
Pero las paredes del barrio siguen pintadas de obituarios. “Adiós, Mama, RIP”, “Adiós, Esaie”, “Adiós, Félix”. El más grande, el más vistoso, es el de Jean Liphète Nelson: fundador de Radio Boukman y director de una de las ocho escuelas de la ONG Hands Together, que ofrece educación gratuita a 10.000 chicos del barrio. “Vyolans se pwazon be devlopanan”: “La violencia es un veneno para el desarrollo”, dice en creole la inscripción sobre el retrato a gran escala del periodista en la esquina que conduce a la emisora. Nelson fue asesinado de un disparo el 5 de marzo de 2012, frente a la escuela que dirigía, por un nuevo pandillero apodado T-Watson, de no más de 17 años y que ya ha ido a parar a la cárcel. Radio Boukman ya está de nuevo en el aire, pero los comerciantes de la ciudad tienen miedo de seguir anunciando allí sus servicios.
La nuevas bandas de Cité Soleil no tienen nombre, pero tienen zonas, una por cada barrio de los 34 que conforma la comuna. T-Watson era el terror de Bois Neuf y se sospecha que mató a Nelson solo para granjearse respeto. En agosto también fue asesinado Félix, voluntario en el hospital St. Catherine, que administra Médicos Sin Fronteras: le disparó un sicario que iba a pie. “Aunque la policía y la Minustah maten a todos los pandilleros, en un año vamos a tener otros nuevos. Porque no hay empleos, no hay escuelas”, dice Joachim Jorel, el antiguo administrador y nuevo director de la emisora. Esa guerra, muy pocos la están peleando.
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