Que no cunda el pesimismo. Diez ideas para afrontar el futuro
En un planeta en que Occidente dejará de mirarse el ombligo, nos animamos a proyectar un mundo en el que la vivienda sea un derecho y las redes sociales, un servicio público. Por soñar, que no quede
Necesitamos buenas ideas para capear el temporal. Propuestas que alivien la negatividad. En un planeta en que Occidente dejará de mirarse el ombligo (y deberá compensar a los países que ha ido esquilmando), nos animamos a proyectar un orden con garantías universales de salud, educación y comida en el que la vivienda sea un derecho, y las redes sociales, un servicio público. Por soñar, que no quede.
Una nueva era: el mundo posoccidental
El mundo fue occidental tras las revoluciones liberales y la industrial. No siempre había sido así, pero desde hace siglos Occidente venía dictando el orden del mundo para situarse en el centro. La plenitud de esa hegemonía, tras la II Guerra Mundial y con el indiscutido liderazgo económico y militar de Estados Unidos, se materializó en los países de Europa donde, gracias a los impuestos que pagaban amplias capas de las clases medias, y una industria robusta, se apuntaló un Estado de bienestar que era garantía de paz social y aceptación de la democracia liberal.
Pero la convicción de que un nuevo ciclo de esa era de progreso se desarrollaría en un orden global liderado por Occidente, con intercambio de bienes (China, fábrica del mundo) y personas con cada vez menos fronteras, se ha demostrado ilusoria. Las placas tectónicas empezaron a moverse antes de la crisis económica de 2008. El futuro imaginado se bifurcó. Al tomar conciencia de estar en una globalización alternativa, que funciona según intereses y áreas de influencia geopolítica, hemos entrado, con soberbia o despreocupación, en el mundo posoccidental. Fuera de Occidente, la antigua hegemonía, y el orden asociado a ella, cada vez van siendo más cuestionados.
En Occidente, ante la incapacidad de las élites liberales para fijar un horizonte que garantice la calidad de vida del pasado, se ha ido extendiendo el desconcierto que impide interpretar el presente y, a la vez, la ira contra el inmigrante se ha convertido en la respuesta primaria a una crisis de modelo de desarrollo, como si los muros pudiesen encastillarnos en el mundo de ayer.
Esa ira es el sentimiento negativo del que se nutre el trumpismo, que vuelve a la Casa Blanca y que es un caballo de Troya en la Unión Europea. No hay reto más urgente que comprender este cambio de paradigma. Por Jordi Amat
Redes sociales sin ánimo de lucro que no creen adictos
La utopía de una red social limpia, sin algoritmos enloquecidos y juego sucio para robar datos ya la soñaron pensadores como Mark Coatney, un hombre de internet que dirigió Tumblr, la siempre añorada web de microblogging. Esa red social de Coatney sería global y se financiaría como los grandes museos, con donaciones de mecenas y subvenciones de gobiernos. Todas, aportaciones generosas e incondicionales. No se permitirían cuentas de marcas ni anónimas. Habría que registrarse con un documento de identidad oficial, aunque luego podría usarse un seudónimo. Y entre sus nobles objetivos no estaría la monetización.
Demasiado bueno para ser verdad, pero imaginemos qué ganaríamos con unas plataformas sin ánimo de lucro, como si fueran ONG o servicios básicos como la luz, el agua y el teléfono y no uno de los pilares del tecnocapitalismo:
Volvería el timeline cronológico. Uno podría ver los posts al tiempo que son publicados y no según mande el algoritmo. Volveríamos a interactuar con gente que nos interesa y no con bots o cuentas de nombres sospechosos. El odio bajaría a cotas soportables.
Morirían la economía de la atención y el scroll infinito. Nadie nos retendría ad infinitum para monetizar datos o exponernos a anunciantes. Acabaría la ingeniería para fabricar adictos (según NPR, 35 minutos en TikTok ya crean adicción). No sería rentable el drama ni la mentira (ni escribir ESTALLA, o SE ROMPE. Así, con mayúsculas).
Recuperaríamos la autonomía online. Al no haber nadie ganando dinero con nuestro vagar por internet, las redes y las plataformas volverían a ser herramientas a nuestro servicio, y no al revés. Superaríamos el miedo a ser irrelevantes y entrenaríamos la navegación consciente.
Y, finalmente, dejaríamos de ser data y contenido (o peor, creadores de ídem), y volveríamos a ser personas. Da igual lo que hagamos, poesía, recetas o vídeos de gatitos, todo es contenido, “un flujo indistinguible” destinado a desaparecer en ciclos cada vez más cortos. Nos merecemos ser otra cosa. Por Karelia Vázquez
Predistribuir: frenar la desigualdad antes de que se produzca
¿Y si repartimos la riqueza antes de todo? Los mecanismos de redistribución, allí donde se practican, consisten en recaudar impuestos para luego gastar ese dinero en servicios públicos, subsidios y ayudas sociales. Ahora imaginemos que la desigualdad fuera el agua que llena una bañera. Para que el recipiente no se llene, mejor sería cerrar el grifo que esperar a que esté llena y quitar el tapón. Ese es el punto de vista predistributivo, que defiende paliar la desigualdad antes de que se produzca, no venir después a poner tiritas.
El premio Nobel de Economía James Meade (compañero de John Maynard Keynes) influyó fuertemente en el concepto con sus ideas: “Reformar radicalmente los mercados y las relaciones de poder para empoderar a las clases asalariadas”, escribió, “pasar de una democracia de propietarios a otra de ciudadanos propietarios del sistema”. La predistribución ya era una prioridad para los socialdemócratas de los países nórdicos y del centro de Europa en la segunda mitad del siglo XX. Y para Jacob Hacker, paladín actual de la predistribución, de la Universidad de Yale, es preciso, fundamentalmente, regular el sector financiero y fortalecer el sindicalismo.
En la práctica, la educación pública es una institución fuertemente predistributiva. El Estado debe apoyarla, así como el empleo público, la vivienda pública, las políticas de formación y empleo o la idea de “herencia universal”, que consiste en ofrecer a cada persona un capital inicial para llevar a cabo sus proyectos vitales. Algo parecido es el baby bond. En cuanto al mercado y el sector privado, las prácticas predistributivas que se pueden dar son el salario mínimo, la regulación de los alquileres o profundizar en la democracia económica. La redistribución, que tradicionalmente se ha priorizado en Occidente, debería ser, según Hacker, solo un complemento a las políticas predistributivas. Por Sergio C. Fanjul
Reclamemos la verdad y el sentido común
Hemos entrado en una época de cambios radicales. Los nuevos populismos, sumados a los destrozos del cambio climático y la ruptura de paradigma que trae consigo la inteligencia artificial van a someter a nuestras antaño confortables sociedades occidentales a presiones para las que no fueron diseñadas.
Esta sacudida sería absorbible si viviéramos un tiempo de valores compartidos. Pero no es el caso. Décadas de neoliberalismo han hecho su trabajo. La precarización global, con un doloroso aumento de la inequidad, ha llevado a muchos a descreer de las instituciones y, lo que es peor, han desacoplado la idea de democracia de la de progreso. El resultado es que la gente, como señaló Noam Chomsky, ya no cree en los hechos.
Separada de los hechos, la creencia se ha vuelto un elemento volátil; creer en algo se ha tornado fe o conveniencia. En esa atmósfera del todo vale es donde vuelan libres las fake news y se crean con suma facilidad universos alternativos.
Ante esta crisis que tan bien han aprovechado Trump, Milei y sus epígonos, el mejor antídoto es volver al concepto de verdad como ajuste a los hechos, contrastable y en constante evolución. Un espacio especialmente grato al sentido común, esa herramienta que se fortalece con el escepticismo y evita la exageración. Más allá de cualquier ideología (o, mejor dicho, como parte de ella), la necesidad de dudar de uno mismo y buscar consensos basados en los hechos debería incorporarse, especialmente en los medios y las grandes estructuras políticas, como un principio de lucha contra esta ola de mentiras y odio que nos inunda. Que reclamar algo tan básico suene idealista nos debería hacer ver lo hundidos que estamos en el fango. Por eso es tan importante y perentoria esta discusión. Porque no tenemos mucho tiempo. Los bárbaros hace años que cruzaron la frontera y acaban de tomar, otra vez, la capital del imperio. Por Jan Martínez Ahrens
Reparaciones multimillonarias para el Sur Global
La exigencia de una justicia reparadora, capaz de aliviar los estragos pasados y presentes del legado colonial, se escucha cada vez con más fuerza en el Sur Global. Las nuevas generaciones piden explicaciones y justicia y dejan claro que hay heridas incapaces de curarse con el mero paso del tiempo. La justicia descolonizadora, con el foco en las víctimas, busca hacer las paces con esa historia, pero también más allá de la tipificación penal.
Un claro reflejo de este nuevo momentum poscolonial fueron las palabras del presidente ghanés Nana Akufo-Addo, pronunciadas el año pasado ante la Asamblea General de la ONU: “Ha llegado el momento de reconocer que buena parte de Europa y EE UU han construido su enorme riqueza gracias al sudor, las lágrimas, la sangre y los horrores de comercio de esclavos y siglos de explotación colonial. Tienen que pagar reparaciones”.
En la vanguardia está la restitución de obras de arte expoliadas por los colonizadores y que ahora viajan de vuelta —a ritmo paquidérmico y envueltas en embrollos legales— de museos europeos y americanos a sus orígenes. Son la punta del iceberg de un movimiento mucho más ambicioso.
Más espinoso es el tema de las reparaciones monetarias por la responsabilidad histórica en el comercio de esclavos, en primera línea del debate político en países como el Reino Unido. Patrick Robinson, juez de la ONU, concluyó el año pasado que el Estado británico, y el español o el francés, deberían pagar reparaciones multimillonarias a decenas de países por el daño causado y por su enriquecimiento, posible gracias al comercio de esclavos. Una de las ideas que se considera es la condonación de deuda en países del Sur Global con cargo a las reparaciones. En aras de la justicia, se barajan disculpas formales o la restitución de propiedades como tierras. La justicia climática, con el foco en la contribución histórica de los países industrializados a la emergencia ambiental, es para muchos otra cara de la misma moneda poscolonial. Por Ana Carbajosa
El derecho a la desconexión digital (no solo en el trabajo)
El reloj de pulsera es utilísimo. Si lo llevamos, no hace falta mirar el móvil cuando queremos saber la hora y no corremos el riego de caer en la ruta de perdición de WhatsApp, Twitter, Instagram, el correo, Bluesky y volver a empezar. Este es uno de los pequeños trucos que todos usamos para proteger nuestro tiempo y recuperar nuestra atención. Pero estos parches apenas alivian una relación con la tecnología que es cada vez más difícil y asfixiante.
Necesitamos desengancharnos de la tecnología. La desconexión digital ha de ser un derecho laboral, en especial en un contexto en el que el móvil y el portátil son herramientas utilísimas, pero con el efecto secundario de que siempre estamos disponibles. Además, en muchas empresas ha de cambiar una cultura que ha sustituido el presentismo y el calientasillismo por el whatsappismo, la exigencia de atención continua al teléfono.
La desconexión no ha de ser solo laboral: también se la hemos de exigir a las redes sociales y a sus algoritmos, que nos ofrecen un flujo interminable de contenidos diseñados para tenernos enganchados (e indignados) el mayor tiempo posible. Y también ha de ser familiar, en especial la de niños y adolescentes que acaban con un móvil entre las manos y pierden tiempo imprescindible de juego libre, un tiempo que ayuda a la reflexión, a la ensoñación y a la creatividad.
Nuestro móvil está repleto de aplicaciones programadas por ejércitos de ingenieros que han aprendido a explotar nuestras necesidades psicológicas y emocionales. Su objetivo es tenernos enganchados a un bucle infinito de publicaciones y notificaciones que convierten el teléfono en una máquina tragaperras. Ante todo esto, un reloj de pulsera tiene muy poco que hacer. La desconexión no es un problema de voluntad, sino estructural, y necesita regulación y modelos de negocio alternativos a la extracción de datos. No es solo que estemos indefensos ante la tecnología, sino que esta tecnología se ha diseñado sabiendo que lo estamos. Por Jaime Rubio Hancock
Neuroderechos: que nadie pueda espiar nuestra mente
Las neurotecnologías están reconfigurando nuestra relación con el cerebro y sus límites. Desde devolver la movilidad a personas con parálisis hasta decodificar pensamientos y emociones, estas herramientas avanzan hoy a un ritmo sideral. Empresas como Neuralink, de Elon Musk, ya están trabajando con dispositivos que conectan directamente el cerebro humano a sistemas digitales. Muchos laboratorios prometen restaurar funciones perdidas, tratar enfermedades (párkinson, depresión), e incluso mejorar capacidades cognitivas como la memoria y la atención. Estos desarrollos abren nuevas fronteras: reconstruir pensamientos y sueños a partir de señales cerebrales, controlar avatares virtuales con la mente o transformar la percepción musical directamente desde el córtex auditivo. Los avances en interfaces cerebro-computadora sugieren que podríamos interactuar con dispositivos o mundos virtuales de formas que parecían imposibles. La mente humana, turbopotenciada con silicio.
Pero esta revolución también plantea riesgos monumentales. El neurobiólogo Rafael Yuste, principal impulsor de los neuroderechos, lucha por alertarnos del reverso de estas tecnologías. ¿Qué ocurre si gobiernos o empresas utilizan estas herramientas para espiar nuestras emociones, manipular pensamientos o registrar recuerdos sin nuestro consentimiento? Yuste compara su papel con el de un Oppenheimer moderno, alertando sobre los peligros éticos y abogando por incorporar los neuroderechos en la Carta de Derechos Humanos. La libertad cognitiva, la privacidad mental y la integridad personal deben ser protegidas antes de que sea demasiado tarde. Este es un momento decisivo. Las neurotecnologías tienen el potencial de revolucionar la salud, la comunicación y nuestra relación con el mundo, pero también de invadir la última frontera de nuestra humanidad: nuestra mente. El desafío será equilibrar innovación y ética para asegurarnos de que este poder llegue a todos por igual y no deriva en explotación. Por Javier Salas
Creemos la garantía universal de salud, educación y comida
La inmensa mayoría de las teorías de justicia distributiva ofrecen los criterios del reparto de recursos sociales dando por supuesto un mínimo de “bienes primarios”, como los llama el filósofo político estadounidense John Rawls. Son pensadas casi siempre para sociedades con las necesidades básicas cubiertas, de ahí que entre esos bienes se incluyan otros que van más allá de las necesidades materiales indispensables y se extiendan a los derechos, enfáticamente proclamados en régimen de igualdad. El propio Rawls tuvo que reconocer, sin embargo, que la métrica con la que evaluamos la distribución de bienes y su jerarquización, el fundamento de su teoría de la justicia, no puede regir para aquellos lugares en los que falta lo imprescindible. En su último libro llegó a sugerir incluso que la justicia entre las naciones debía priorizar la provisión de los recursos básicos antes que exigir la satisfacción de determinados requisitos políticos.
Si la dignidad de la persona es el valor moral máximo, su respeto pasa por ofrecer una garantía universal de aquellos bienes, como la alimentación, la salud, la educación, sin los cuales no cabe hablar de las condiciones necesarias para llevar a cabo una vida con un mínimo decoro. Primum vivere, que diría el latino, después ya nos plantearemos las demás aspiraciones. Esto ocurre en amplias zonas del planeta, donde carecen hasta de agua potable, alimentos, medicamentos o infraestructuras esenciales para asegurar dichas condiciones de vida. En un mundo, además, donde esta miseria y menesterosidad convive con la opulencia más descarada y ominosa. Y este mismo contraste, tan aireado por los medios de comunicación globales, añade un factor ulterior de lesión moral de quienes sufren la indigencia: la humillación derivada de sentirse los parias de la Tierra. A la indigencia material se une, así, otro asalto a su dignidad, casi tan poderoso como la propia indiferencia que su situación genera. Por Fernando Vallespín
Los contratos de alquiler deberían ser indefinidos
Es un drama cotidiano, vivido en riguroso directo por millones de personas en España. “Aquí no hay quien viva”, se leía en una pancarta en la manifestación por la vivienda en Madrid el pasado 13 de octubre. “¡No se entiende, gente sin casa y casas sin gente!”, coreaban miles de personas en Barcelona el sábado 23 de noviembre.
La teoría es clara. El artículo 47 de la Constitución dice que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y que los poderes públicos deben promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho. La práctica es que, de un tiempo a esta parte, la vivienda se ha convertido en un grandísimo activo especulativo, un producto de inversión, donde las ganancias son de tal proporción que los fondos buitre —siempre oliendo jugosas oportunidades— han entrado de lleno a invertir, y los multipropietarios de pisos son uno de los grupos con mayor renta en España.
En situación de emergencia habitacional, ante un sistema que prioriza el beneficio de unos pocos a partir de una necesidad básica de una mayoría, las administraciones deben poner en marcha —con carácter de urgencia— un doble gran blindaje: por una parte, los contratos de alquiler deberían ser indefinidos (a no ser que la persona que lo tenga en propiedad lo necesite para un familiar). Por otra, la vivienda pública debería estar sujeta a protección permanente, esto es, debería ser de pública perpetuidad, sin posibilidad de introducirse en el mercado de compraventa.
Este blindaje es una coraza para proteger a las personas de las inclemencias de un mercado que solo ambiciona ganancias con mayor margen cada vez. Porque la vivienda es un derecho, no un negocio. “Mi casilla, mi quietud”, escribió Lope de Vega, y esa tranquilidad la queremos todos. Por Mar Padilla
Una gobernanza global de la inteligencia artificial
El vertiginoso desarrollo de la inteligencia artificial es un fenómeno que ya marca con profundidad la vida contemporánea, y todo hace presagiar que su impacto en el medio-largo plazo será extraordinario, inimaginable. Se trata de una revolución tecnológica llena de promesas; pero también de riesgos inquietantes. No hace falta irse al extremo de un mundo dominado por una IA fuera del control humano: hoy mismo ya tiene el potencial de causar graves problemas de seguridad, desestabilizar instituciones democráticas facilitando la manipulación de las opiniones o provocar una problemática disrupción del mercado laboral.
Es necesaria una gobernanza, que debe ser internacional dada la naturaleza de la tecnología y sus consecuencias. No serán suficientes esfuerzos nacionales. Debe haber una coordinación global que ofrezca garantías de explotar las promesas y reducir los riesgos. Ahora estamos a una distancia abismal de conseguirla.
Los expertos debaten sobre cómo avanzar en esa senda. Simplificando, puede optarse por un modelo con una o un conjunto de nuevas instituciones que centralicen la gestión, o por otro que trate de maximizar la capacidad de cooperar en un marco institucional difuso. En primer plano, se cita como modelo el sector de la energía nuclear, otra tecnología llena de promesas y riesgos, y su Organismo Internacional de la Energía Atómica —a la cual debería añadirse como referencia el Tratado de No Proliferación Nuclear—. Este modelo tiene el atractivo de prometer una coherencia de acción y una representatividad deseables. Sin embargo, el actual panorama geopolítico perfila como inviable la construcción de algo parecido. La alternativa parece la única opción realista a corto plazo. Pero ello no debe inducir a desistir en el esfuerzo de divisar un marco de gobernanza que ahora parece utópico. Hubo quienes imaginaban la UE en plena II Guerra Mundial. Por Andrea Rizzi
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