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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Alejad vuestros sucios móviles de vuestros hijos

Los adultos al menos podemos recordar un tiempo adánico sin ‘smartphones’ e identificar la excesiva dependencia. Pero para las nuevas generaciones la adicción a las pantallas será la normalidad

Móviles Niños
Es un consuelo que se esté produciendo el debate sobre cuándo y cómo debemos darles los 'smartphones' a los niños.Thanasis Zovoilis (Getty Images)
Sergio C. Fanjul

En la mesa de la pizzería hay cuatro personas. Tres son adultos que comen pizza y pasta. La cuarta es una niña pequeña sentada en una trona. En vez de plato, tiene un teléfono móvil colocado sobre un pequeño trípode. Mientras los adultos conversan animadamente, la niña (¿dos? ¿tres años?) mira vídeos frenéticos y blande su dedito para hacer scroll arriba y abajo en la pantalla. Lo presencio desde la mesa de al lado, mascando lasagna, como una imagen icónica de una civilización decadente.

Una de las cosas que más me echaba para atrás a la hora de ser padre era tener que educar a una niña en una sociedad, no solo hipertecnificada, sino adicta a la tecnología. Como el instinto de reproducción es tenaz, Candela nació hace tres años en el País de los Móviles, y ahora nos tenemos que comer el marrón. Me consuela que ya se esté produciendo un debate sobre cuándo y cómo debemos darles los smartphones a los niños: espero que cuando la nena llegue al Bachillerato ya nos hayamos puesto de acuerdo en lo que hacer, y lo hagamos colectivamente.

Pero lo grave no es solo que se esté dando el móvil a niños de 12 años, sino que se esté exponiendo a las pantallas a niños prácticamente recién nacidos: ya hay aparatos distópicos que sirven para sostener el teléfono en el carricoche, de modo que los niños de meses puedan ir abducidos por las imágenes. A veces tengo la impresión de que estas primeras generaciones están siendo expuestas al teléfono inteligente con la misma inocencia y alegría con las que se adoptó la heroína en los ochenta. Y que todavía no hemos alcanzado a ver la profundidad de su efecto. Algunos padres y madres deberían entender que es posible tomar el vermú con los colegas sin necesidad de jugar el comodín del móvil mientras vigilas a tu prole... ¡e incluso juegas con ella!

Como nos dijeron que para ser padre hay que performar la mejor versión de uno mismo, en casa somos bastante tecnonazis. No solo no le ofrecemos pantallas a la pequeña, sino que tratamos de que no nos vea utilizando el teléfono más de lo necesario, aunque hoy lo necesario es mucho, porque todo está mediatizado por internet, e internet está en el móvil. El problema surgió cuando, un día no tan lejano, la Red dejó de ser una cosa a la que te conectabas por un terminal fijo, algo que usabas por la tarde-noche y que podías encender y apagar, para pasar a estar presente todo el rato en todas partes. El smartphone prometió ensanchar la libertad, pero en realidad era una cadena más larga.

Así que ahora nuestra idea, al menos en la medida de lo posible (que no es mucho), es recrear un mundo doméstico en el que el móvil apenas exista y solo se utilice para lo estrictamente necesario. Curiosamente, eso nos pone cara a cara con nuestra adicción: hay una leve (siendo optimistas) ansiedad de fondo cuando estás sentado a la mesa con la niña, o tirado en el sofá, y sientes una necesidad mecánica e imperiosa de chequear el móvil, sin ningún motivo real, solo por la costumbre y con la esperanza de lograr una descarga de dopamina a través WhatsApp o el Bluesky. Mirar el smartphone es ya un gesto aprendido, algo que hacemos por defecto (nunca mejor dicho).

Muchas veces nos vemos en actitudes ridículas, aprovechando una esquina, un tabique o una visita al lavabo para hacer esa gestión pendiente en la pantalla o, simplemente, saciar nuestra ansia de notificaciones. También se fomenta cierto conflicto: cuando Liliana mira el teléfono más de la cuenta, yo se lo recrimino. Cuando yo lo hago, ella me lo hace notar. Y muchas veces nos molesta. “¡Pero si tú lo miraste antes!”. “¡No, tú!”. “No, tú”. Y así, en bucle.

¿Servirá esto de algo? Creo que sí, pero también creo que todavía no somos lo suficientemente estrictos en nuestro ayuno digital. No solo por Candela, sino por nosotros, que, como buenos dependientes de la máquina, tenemos triturada la atención. En varias ocasiones nos hemos propuesto colocar una caja a la entrada de casa para depositar los móviles, como dicen que hacen en esos hoteles y restaurantes donde no están permitidos (nunca he estado en ninguno): eso haría nuestra vida mejor (al menos tras pasar el mono), pero siempre lo procrastinamos, porque en el móvil está el despertador, el equipo de música, la grabadora de sonidos, la cámara de fotos. Cada vez hay más cosas en internet y menos en el mundo exterior a la Red.

Ver el mundo desde la perspectiva de la niña y su interacción con la tecnología es desolador. Por ejemplo, cuando montamos en el vagón de metro y absolutamente todo el mundo va absorto en el aparato como si hubiéramos sido abducidos por una civilización de máquinas explotadoras, rollo Matrix. Es terrible que los niños no tengan una realidad previa con la que comparar: nosotros al menos podemos recordar tiempo adánico sin móviles, un tiempo en el que era posible ocupar la mente en otras cosas como mirar a las demás personas o pensar en nuestras movidas, y por eso sabemos identificar la excesiva dependencia y la adicción cuando la vemos, que es todo el rato. Pero para las nuevas generaciones este vicio insano será la normalidad. No habrán vivido otra cosa.

El verdadero horror se presenta ahora que Candela empieza a jugar con inocentes bloques de madera como una simulación de su teléfono y empieza a moverse de un lado a otro de la casa con ese teléfono imaginado en la mano, inseparable de su cuerpo, como hacemos nosotros, o a pasar el dedo, haciendo scroll sobre la hipotética pantalla. Es entonces cuando nos preguntamos: ¡¿Pero qué hemos hecho mal?!


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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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