Qué pereza introducir a los niños en la tecnología
Una de las cosas que más me echaban para atrás a la hora de tener hijos era criarlos en un mundo hipertecnológico: es difícil el equilibrio entre ser demasiado restrictivo y demasiado permisivo
Ahora a Candela, que ya tiene 14 meses, le ha dado por hablar todo el rato por teléfono. Utiliza diversos artilugios, ya sea el auricular del fijo, el mando a distancia de la tele o un plátano de Canarias. A veces nos entrega el aparato de turno para que hablemos nosotros, así que me invento que hablo con la NASA, por si quieren una niña astronauta, o con la ferretería, por si quieren un muñeco que dice cosas incompresibles (cuando habla por teléfono), o con la fábrica de mimos, donde nos están preparando un lote suculento.
Yo no sé con quién habla ella, porque todavía no entiendo su idioma, porque todavía habla en bebé. Tengo la teoría no demostrada de que los bebés siguen habitando un mundo paralelo donde están los no nacidos y los muertos, el lugar del que todos venimos y el lugar al que todos volvemos, y que Candela habla con ese mundo, donde ahora también está mi madre. Igual habla con ella. Mi madre, en su lecho de muerte, parecía ver a personas que ya están por allí, pillando sitio, y que nosotros no veíamos (o al menos eso decía un amigo cuando mamá perdía la mirada en alguna esquina del cuarto). Luego, según crecemos, nos vamos olvidando de esos lugares ultraterrenos y por eso nos da miedo morirnos. Déjenme soñar: creencias parecidas han acompañado a la humanidad durante milenios, y nunca parecieron ridículas.
Lo que me preocupa de que Candela esté empeñada en hablar con no sé dónde no son las cuestiones metafísicas, sino una muy palpable: que está empezando a interactuar, de forma aún muy primitiva, con la tecnología. El asunto que más me echaba para atrás a la hora de ser padre era precisamente la perspectiva de tener que criar a un vástago en un mundo hipertecnológico, en el que no es que utilicemos la tecnología, es que vivimos dentro de ella. Si nos cuesta mantener a raya la adicción a los padres, ¿cómo vamos a conseguir que nuestros hijos desarrollen un uso responsable?
A veces juego a mirar el mundo con los ojos neonatos de Candela, con los que tiene ahora y los que tendrá dentro de un año o tres. Es decir, como si hubiera acabado de caer en este planeta. La visión del vagón de metro con la gran mayoría de los viajeros perdidos en las entretelas del smartphone me resulta distópica, como si una civilización extraterrestre hubiera colonizado nuestros cerebros o como si nos hubiésemos conectado nosotros mismos a un gran sistema universal, como una mente cósmica, de la que ahora somos presos, rollo Matrix. La realidad no es muy diferente a esta idea.
Los que tenemos cierta edad, tampoco demasiada, al menos hemos conocido un mundo en el que esperando en la cola del súper o viajando en el bus de línea teníamos tiempo de observar a los demás o perdernos en nuestros propios pensamientos, y no en los de un trol de Twitter. Pero quizás para Candela, que no conocerá tiempos previos, el alocado mundo tecnoadicto será lo normal: esa idea de la normalización de que lo que me parece tan anormal me sobrecoge.
El otro día en un restaurante mexicano vi a una familia con cuatro hijos y los cuatro estaban enchufados a un smartphone, para no molestar. Los padres veían el fútbol en la tele del comedor, trasegando Coronita y tacos al pastor. No debemos juzgar las formas de educar de los demás, sobre todo cuando no conocemos la intrahistoria de cada uno, pero la imagen me resultó, como mínimo, inquietante, sobre todo teniendo en cuenta que el más pequeño era un bebé en los brazos de su madre, consumiendo desquiciantes animaciones a todo ruido y color con su cerebro aún de nata.
La ubicuidad de las pantallas, de los smartphones y las tablets, aunque parece de siempre, en realidad se da hace (sorprendentemente) pocos años, y todavía no conocemos los efectos a medio y largo plazo que puede causar un uso intensivo de esta tecnología en los niños (ni en los mayores). Como todo va por clases, es común que las familias de rentas más bajas expongan a los niños durante más tiempo a las pantallas (por falta de tiempo o de información) que las familias más adineradas.
Ahora me toca empaparme de los mil métodos pedagógicos para introducir a Candela en la tecnología, siempre con miedo a ser demasiado permisivo y ofrecerla en sacrificio a la red como quien ofrece un carnero a los dioses tecnológicos; o a ser demasiado estricto, criarla en un anacronismo amish y perder así un gran talento para la ingeniería informática: quizás de otro modo la pequeñoide hubiera logrado ser una gurú de Silicon Valley (y hacernos ricos). Unos gurús, por cierto, que, según se sabe, no acercan ni de broma a sus hijos a la tecnología que ellos mismos producen, como esos narcotraficantes que jamás consumen de su propia mercancía.
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